Page 45 - El sol de los venados
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lívida.
Respiré profundo y seguimos nuestro camino; a la vista del río, el mareo se fue.
Me encanta el río: el ruido de su corriente, las piedras grandotas, la hierba de la
ribera y los sauces llorones que se inclinan sobre el agua.
¿Por eso se llaman llorones? ¿Sus lágrimas caen al río? Otra cosa que me
encanta son los bambúes, porque parecen plumas verdes gigantes que el viento
mece y mece sin descanso. Cuando sea mayor, voy a vivir en una casa junto al
río.
Apenas llegamos, papá buscó tres piedras para hacer la hoguera, prendió la
candela y puso encima la olla de los caníbales llena de agua. Enseguida, la
abuela se dispuso a ejecutar a las gallinas. La abuela las agarra y tira del
pescuezo hasta que las pobres estiran la pata. Corro a esconderme porque me
espanta lo que hace la abuela, pero lo olvido pronto porque, cuando papá sirve el
“sancocho”, el guiso tan delicioso que nos ha preparado, me como los trozos de
gallina sin ningún remordimiento.
Cuando la comida estuvo lista, papá cortó hojas de plátano y en ellas nos sirvió.
Comimos con las manos, como siempre que vamos al río. Después, la abuela se
fue a fumar a la sombra de un árbol. José se durmió en sus brazos, y la abuela no
se dio cuenta y la ceniza cayó sobre el cuello de José, que pegó un grito. Todos
corrimos para ver lo que pasaba, papá el primero. Cuando vio lo que había
ocurrido, se puso furioso y trató a la abuela de irresponsable y de descuidada.
Tomó a José en sus brazos y mamá le echó aceite de cocina en la quemadura.
La abuelita estaba desesperada. Ella, tan habladora, no decía ni pío. Creo que es
eso lo que los adultos llaman soledad, cuando uno siente, aunque sea por un
momentito, que nadie, nadie lo quiere. Cuando uno mete la pata y todo el mundo