Page 46 - El sol de los venados
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lo regaña, así como cuando no sé hacer los problemas de matemáticas y la

               profesora me riñe y me trata de bruta.





               La abuela tenía los ojos tan, tan tristes, que yo en vez de ir a abrazarla, fui a
               sentarme a una piedra del río y me puse a llorar. La abuela está vieja y no tiene
               casa; vive un tiempo con nosotros, luego pasa algunos meses en casa de la tía
               Alba o de la tía Dorita, y así vive, como una gitana, como dice ella. La abuela

               todavía es muy bonita. En casa tenemos una foto suya de cuando era joven.
               Parece una actriz de cine. Eso era lo que ella quería ser: actriz de cine. Pero no
               aprendió ni a leer ni a escribir. Su papá decía que eso no era para las mujeres.
               Sin embargo, nadie le gana cuando hace cuentas. Nadie sabe como ella sabe
               contar cuentos y leer el futuro en el chocolate que queda en el fondo de las tazas.
               Canta canciones de amor y baila muy bien. La verdad es que no es una abuela
               como las otras. No se viste de gris ni se peina con moño. Siempre se maquilla un
               poco, se pone vestidos floreados y zapatos de tacón. Siempre se arregla, aunque
               sea para quedarse todo el día en casa.






               Al rato vi que mamá había ido a sentarse bajo el árbol, al lado de la abuela, y le
               había llevado una taza de café. Mamá le acariciaba los cabellos y trataba de
               hacerla reír. Corrí hacia ellas y me eché en los brazos de la abuela.






               –Jana… –decía mientras me estrechaba contra ella–. Jana…





               Los bambúes se mecían y el río parecía más tranquilo, y mi corazón también,

               porque la abuelita ya no estaba triste. El pobre José todavía lloriqueaba por lo de
               su quemadura. La abuela lo tomó en sus brazos y, con mucho cuidado, le
               restregó contra la piel la barrita de manteca de cacao que siempre lleva consigo.
               José, que todavía no sabía echar culpas ni engañar, se durmió otra vez en el
               regazo de la abuela mientras ella lo cubría de besos.
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