Page 48 - El sol de los venados
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Allí sentados en la acera hojeamos el libro.






               Ismael leyó una poesía que hablaba de los atardeceres rojos de nuestro pueblo.
               No entendí ni la mitad, es decir, no entendí con palabras, pero sí de otra manera,
               porque sentí una emoción por dentro y mi calle se volvió más ancha, y el cielo,
               más despejado, y me sentí muy contenta de tener un amigo como Ismael, que
               siempre cumplía su palabra. Me había prometido mostrarme un libro de un

               escritor vivo y me lo había traído.





               Como no quería quedarme atrás, lo llevé al día siguiente a casa de don Samuel.
               Alicia nos dio leche con galletas y le prestó varios libros a Ismael. Éste iba de
               una vitrina a otra diciendo:






               –Ya lo he leído, ya lo he leído.






               –¿De verdad has leído tantos libros, Ismael? –le preguntó Alicia asombrada.






               –Sí… Usted sabe, no tenemos dinero. El abuelo tenía, pero lo perdió todo antes
               de morirse, sólo dejó a papá una finca y una montaña de libros. Mamá me leía
               muchos cuentos cuando yo era pequeño y, cuando estaba aprendiendo a leer, me
               decía: “Ismael, a ver, léeme este fragmento”. Y los fragmentos se fueron
               haciendo más largos y no me di cuenta de cuando empecé a leer libros enteros.
               Si usted entra en la cocina de mi casa, verá a mamá leyendo un libro mientras
               pela las papas o vigila la comida.






               Alicia pareció muy emocionada con las palabras de Ismael. Pensé en mamá, que
               apenas tiene tiempo para hojear las revistas y los periódicos que papá lleva a
               casa. La mamá de Ismael sólo lo tiene a él. Mamá, en cambio, tiene seis niños.
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