Page 58 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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El sombrero del mago fracasado







               El circo


               Aquimero agonizaba de sed durante gran parte del año. Solamente en el mes de
               octubre, la lluvia visitaba el pueblo y daba vida a las desalentadas plantas que
               crecían en los patios, a las lombrices que brotaban de la tierra húmeda y a los
               niños que saltaban como sapos sobre los charcos y se bañaban eufóricos bajo

               aquellas nubes gordas.

               Precisamente en esa época llegaba al pueblo un circo en destartalados vagones,
               con llantas temblorosas, donde viajaban animales y artistas un poco apretujados.


               Mientras el trapecista echaba maromas encima del cofre del camión, el enano
               caminaba sobre zancos o la mujer barbuda tiraba besos a los viejitos que salían
               de sus casas a contemplar el desfile, los feroces leones bostezaban aburridos

               enseñando su saqueada dentadura, y un orangután, con curiosidad, se sacaba la
               borra del ombligo con el dedo y lo chupaba.

               Los habitantes del lugar y, sobre todo, los numerosos niños miraban con

               asombro aquel espectáculo que sacudía la quietud de aquel pue blo en el que
               hasta las arañas se aburrían.


               —En el vagón principal iba sentado un tipo gordinflón que hacía sufrir a su
               desgastado traje de gala y hablaba a través de una bocina de cartón sobre los
               nuevos números que ofrecía el circo La Carcaja-ja-jada Ruidosa.


               —¡Ya llegó el circo más famoso del mundo! ¡Niños y ancianos, altos y
               chaparros, greñudos y pelones, vengan a ver el circo internacional que los hará
               enloquecer de la risa! ¡Llorarán de tanto reír y no les quedará ni una sola lágrima
               de alegría!


               También se escuchaba el chirrido doloroso de las ruedas de madera, la
               desafinada trompeta del payaso Chinguilingui, los chicotazos al aire del
               domador de fieras y el chillido de los monos que sacaban los brazos desde sus
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