Page 59 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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jaulas para pedir comida a los niños que gritaban al ver pasar la caravana.


               Con los ojos desorbitados por el asombro, Memo y Pepe observaban desde una
               esquina a un león tan viejo y calvo que usaba peluca y lanzaba unos gruñidos de
               vez en vez para no decepcionar al dueño del circo; a un mago que sacaba una

               larga e interminable serpentina de papel de su boca; a la jirafa chaparra; al
               malabarista que hacía trucos con cuatro huevos de avestruz y dos de codorniz, y
               a una chimpancé muy coqueta que se pintaba los labios ante un espejo que
               apretaba con la pata derecha. Memo y Pepe corrieron como los otros niños detrás
               de los carromatos durante varias calles hasta llegar a un lote baldío y polvoriento
               donde solía estacionarse el circo.






               La primera función

               Al día siguiente, por la tarde, se presentó la primera función del espectáculo.


               La mujer barbona echó un vistazo al escenario para medir la asistencia del
               público y le avisó al propietario del circo. El sitio estaba casi lleno.


               La carpa medio parchada relucía contra el cielo azul. Un cerco la rodeaba para
               impedir la entrada a los intrusos, mientras tres banderas chillantes ondeaban al
               final de unas larguísimas lanzas. En la taquilla la gente se aglomeraba en busca
               de un boleto para entrar.


               Algunas señoras con mandil vendían algodón azucarado; otras, animales hechos
               con globos, y una más, rehiletes de rabiosos colores. Había pocos hombres

               adultos ahí, pues la mayoría se habían marchado a otras ciudades en busca de
               trabajo.

               A las seis en punto sonaron los tambores para anunciar el inicio de la función.

               Una rolliza sombra avanzó desde la puerta principal y se detuvo a la orilla de la
               pista: vestía un viejo traje de etiqueta y un largo bigote que caía por ambos
               extremos de su boca. Era don Zacarías, el dueño del circo.


               —¡Bienvenidos a la mansión de la risa! ¡Bienvenidos al palacio de la felicidad!
               ¡Aquí, en La Carcaja-ja-jada Ruidosa, los vamos a hacer reír hasta que queden
               empapados! Nuestros artistas los harán emocionarse como nunca. ¿Están listos
               para soportar tanta diversión? ¡Pues bien…! ¡Coooooomenzamos!
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