Page 62 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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—¡Vara del viejo mago Merlín, dame tu poder sin fin! —la hizo girar en el aire y

               lanzó su sentencia—: ¡Que de este mágico sombrero salgan flores rojas para mi
               florero!

               Los niños, ansiosos por conocer el resultado, miraban desde el borde de las

               tablas donde estaban sentados. Todo el circo estaba a oscuras. No se oía ni el
               vuelo de una mosca.Mingo aprovechó la oscuridad para masticar un moco.

               El mago metió la mano en la copa del sombrero y, al tiempo que tomó algo con

               ella, hizo un gesto de sorpresa. Con extrema lentitud extrajo un viejo y apestoso
               calcetín. Austreberto hizo un gesto de repugnancia y arrojó lejos de sí aquel
               objeto.


               Los adultos que presenciaban el acto miraron también sorprendidos y se
               mantuvieron callados por respeto. Los niños, por el contrario, estallaron en una
               ruidosa carcajada que el mago sintió como una dura bofetada; este respiró
               hondo, al tiempo que pidió calma.


               —¡Silencio por favor, silencio! ¡Necesito absoluto silencio para poder trabajar
               bien! ¿Acaso no saben que las varitas y los sombreros mágicos tienen su
               orgullo?


               El alboroto creció hasta que el silencio llenó de nuevo el espacio.

               Don Zacarías, el payaso Chinguilingui, Gordonia y su fiel compañero Aquilano

               miraban atentos al mago desde las sombras.

               —¡Muy bien! Van de nuevo las palabras encantadas: “¡Espíritu de la loma/dame

               una blanca paloma!” —el mago metió la mano enguantada al sombrero y del
               fondo sacó, después de la cabeza calva de un extraño pájaro, el desplumado
               cuerpo de un zopilote.


               Los niños volvieron a reír escandalosamente. Sus mamás y abuelos entonces sí
               los secundaron y todo el circo se llenó de una grandiosa y cruel carcajada.

               El humillado hombre tiró al pajarraco lo más lejos que pudo y la desnutrida ave

               intentó volar, pero no le fue posible. El júbilo fue general. Con la cara roja de
               vergüenza, Austreberto volvió a pedir calma.

               El conductor del programa, don Zacarías, al darse cuenta del incidente suplicó a
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