Page 65 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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El sábado, día en que se realizó la segunda función, las cosas no mejoraron. Al

               contrario, todo fue peor para el barón de la magia y la ilusión.

               Después de la intervención de los monos, del malabarista, del payaso y de la
               gorda y el enano, el mago no apareció. Prefirió esperar a que presentaran sus

               actos el trapecista miedoso y el domador de fieras salvajes. Al final salió a la
               pista, anunciado con exagerada admiración por don Zacarías, el conductor del
               programa.


               Ahora, en lugar de extraer del sombrero una paloma, sacó un perico parlanchín
               que decía groserías a diestra y siniestra; en lugar de obtener un ramo de fragantes
               rosas, apenas si pudo conseguir una larga tira de chorizos grasosos y hediondos,
               que hicieron taparse la nariz hasta a los espectadores de las filas más lejanas.


               Lo peor sucedió cuando quiso sacar un conejo, en un último intento por quedar
               bien ante el jocoso público que lo miraba atento. Por estar tan nervioso tiró el
               sombrero al suelo, de donde salió una estampida de conejos que se esparcieron
               por el circo y sembraron el desorden y la algarabía entre los niños, que brincaban
               de sus asientos tratando de capturar algún ejemplar.


               Hasta que la flacucha ayudante del mago levantó el sombrero no cesó aquel
               manantial de conejos. Ni la amable invitación del conductor a recobrar la calma
               hizo entrar a la gente en razón.


               Cuando el circo quedó solo, los miembros del elenco se reunieron. Nadie daba
               crédito a lo que ocurría. El mago, la estrella principal de La Carcaja-ja-ja-da
               Ruidosa, estaba fallando terriblemente. Ya no sorprendía a nadie, solo hacía reír.
               ¡Era una vergüenza! El payaso, con la cara ya lavada, se deshacía en reclamos,
               pues ahora el mago era más chistoso que él.


               —¡Me estás robando las carcajadas, Austreberto! El mago, enojado, decidió
               atacarlo también:


               —¡Eres el payaso más salado del mundo! ¡Tus chistes son tan malos que das
               lástima!


               —No discutan, Chinguilingui, por favor —pidió don Zacarías.


               Gordonia intervino para impedir que la discusión se hiciera más grande.
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