Page 66 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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—No te enojes, Austreberto, lo cierto es que parece que algo les está pasando a
tu sombrero y a tu varita. No están funcionando como deberían. En lugar de
sacar cosas encantadoras de tu sombrero, solo sacas cosas ridículas.
—¡Tú mejor cállate, barril sin fondo! —le contestó el mago.
—¡Yo no trabajaré con nadie que me diga payaso cuando no estoy maquillado ni
llevo mi nariz roja! ¡Me largo de este circo! —dijo Chinguilingui.
Mario Malabares anunció también su separación de la empresa. Él se iba a la
capital del país a trabajar en las calles, haciendo piruetas con naranjas en las
manos. Ese trabajo era muy apreciado por los automovilistas.
Mino, con un mono encima de la cabeza que siempre buscaba un piojo para
comer, miraba cómo el caos se apoderaba de la situación.
—¡Si este circo se cierra será nuestra ruina. ¡Y yo tengo doce trompas que
alimentar!
Angustiados, la mujer gorda y el enano se abrazaron.
Don Zacarías se dio cuenta de que esto era el fin. Por más que trató de
convencerlos de que se quedaran, no fue posible. Al ver que todos tomaban sus
maletas y se marchaban, don Zacarías le reclamó tristemente a Austreberto su
falta de profesionalismo:
—¡El circo ha desaparecido!
—¡Por lo menos ha desaparecido algo! —dijo Mino.
El mago, frustrado, lo miró, y la tristeza le hizo derramar el llanto como un niño.
Tomó el sombrero, lo arrojó al piso y empezó a saltar sobre él como un canguro,
hasta que quedó apachurrado por completo. Rompió la vara mágica contra sus
rodillas y esta se despedazó en tres fragmentos.
Al día siguiente todos los animales y actores de La Carcaja-ja-ja-da Ruidosa se
habían esfumado.