Page 69 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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Eran las tres de la tarde. Leyó durante varias horas hasta quedarse

               profundamente dormido.

               Cuando despertó ya eran la siete de la mañana. Apenas si alcanzaría a llegar a la
               escuela. Desayunó ligero y, antes de salir de casa, echó un vistazo a los utensilios

               que estaban sobre la mesa.

               Notó que bajo el trozo de vara del mago había brotado una flor amarilla. La
               movió con cierto temor. La pequeña flor había nacido de la mesa de madera. La

               raíz parecía sujetarse de su entraña. Meditó un poco y decidió cortar la florecilla
               para que su mamá no la descubriese.

               Pensó que tal vez la vara aún tenía poderes. Su mirada se dirigió hacia la

               ventana. Al fondo se hallaba la línea del horizonte. Cerró los ojos, apretó la vara
               rota y pidió un deseo con todas sus fuerzas.

               Un extraño sonido le hizo abrir los ojos. Era como un pollo lamentándose. Miró

               el sombrero sobre la superficie de la mesa. Lo levantó. Allí estaba un canario
               con listón en el cuello. Le pareció conocido.

               Sí, era el canario que se le había perdido a doña Chole, su vecina, y que según

               ella había sido devorado por su gato Micifuz. Intentó tomarlo, pero el canario, al
               verse fuera de su cautiverio, voló hacia fuera dejando una estela amarilla en el
               aire.


               Memo se bajó la mochila del hombro y revisó el sombrero con curiosidad. Salvo
               porque estaba un poco arrugado y raspado, no encontró nada raro en él. Hundió
               la mano en su fondo oscuro y de repente tocó un objeto blando. Sacó la mano
               rápidamente y aventó el objeto a la mesa:


               —¡Un sándwich!


               Lo observó con detenimiento. Era el riquísimo y nutritivo emparedado de huevo
               con mermelada que le había preparado su mamá el mes anterior, cuando fue de
               excursión al Cañón del Diablo, y que él mismo tiró atrás del ropero cojo en el
               desván, donde pensó que nadie lo hallaría jamás.


               Perdiendo el miedo, ya confiado, empezó a sacar del sombrero objetos de muy
               distinta naturaleza: la dentadura molacha del abuelo Eugenio, un viejecillo
               enfadoso del barrio que solía quitársela para asustar a los niños, cascándola
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