Page 46 - Sentido contrario en la selva
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—Nada, ma —murmuré, pensando en que ella también debía poseer información

               que me sirviera con Claudia, pero que era incómodo consultar a la mamá para
               esas cosas. Y como no hay papá. No sé qué nudo extraño detuvo las olas de
               burbujas que sentía. Ricardo se acercaba con una taza de café para Teresita. Ella
               extendía la mano para recibir su café y se me quedó grabada la manera en que se
               dieron las gracias con los ojos.


               Decidí irme, queriendo quedarme, para que vieran todos los tucanes que
               quisieran.


               Me dirigí a la cocina, para ver si comiendo algo se disipaba el extraño malestar,
               pensando que con suerte encontraría algo un poco más apetitoso que lo que nos
               daba Carmita siempre. Entré en la penumbra de la palapa que nos servía de
               cocina, casi ciego porque la luz de la mañana en la selva parece dulce, pero es
               potente. Una sombra se movió cerca de la estufa. Pensé que podría ser Rosalina,
               aunque no se separaba de Carmita ni un centímetro. No. Era Claudia. Con una
               cara extraña.


               —¿Qué haces aquí? —pregunté asombrado, no sé si por el gusto o por la
               sorpresa.


               —Me preparo un té.


               —¿Estás bien? —añadí examinando su cara pálida.


               —…Sssí.

               —Siéntate —dije señalando una silla—. Yo te lo preparo. Me sorprendí de mi

               firmeza y de mi iniciativa. Recordé las veces que Sita, tumbada en su cama,
               pedía una tetera; yo había aprendido que, algunos días y para algunas personas,
               casi todas mujeres, el té parecía el mayor consuelo sobre la Tierra. Había llegado
               a la conclusión de que el té poseía cualidades importantes contra los extraños
               malestares silenciosos.


               Claudia agradeció y se recostó en la silla, mientras yo servía el agua hirviendo
               en una taza. Me acordé de los cuidados que da Sita y me hubiese gustado,
               además de darle la taza, ponerle la mano sobre la frente a Claudia. Por supuesto
               que no lo hice, pero quedé desarmado por la sonrisa con la que recibió el té.


               —Y tú, ¿qué haces tan temprano aquí?
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