Page 77 - Sentido contrario en la selva
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muy rígidas y filosas. Las palmas estaban empacadas con todo y su raíz con un

               trozo de tierra muy húmeda, por eso estaban tan pesadas. ¿Palmas? ¿Eso es lo
               que tenía que entregar Pedro a unos clientes que no pagaban rápido? Sentí alivio
               y decepción. No entendía entonces la tensión entre los hombres, ni el paquetito
               que había entregado Pedro al hombre rubio. Detesto decirlo, pero creo que Sita
               tiene razón cuando dice que veo demasiada televisión. Eso no quiere decir que
               vaya a cambiar mis hábitos así tan fácil. Pero pensé que era algo más grave, más
               emocionante.


               Regresé al campamento cuando la luz de la selva estaba subiendo. Me encontré a
               Ricardo, Sita y los tucanes en estado de contemplación. Por un momento pensé
               que los tucanes eran quienes los contemplaban a ellos, tan callados, tan
               tranquilos. No le vi la cara a Sita, pero sabía que estaba contenta. Entré a la
               palapa y me topé con Pedro.


               —¿¡Pues de dónde vienes, bato, tan temprano!? —exclamó con su tono de buen
               humor—. No son horas éstas de levantarse, Nico.


               Estuve a punto de señalarle la dirección de la pista, a punto de preguntarle sobre
               las palmas, a punto de abrir la boca cuando Pedro agregó:


               —A esta hora sólo se levantan los enamorados y los espías.


               —…


               Me quedé callado con las mejillas ardiendo. Pero no sé qué fue exactamente lo
               que me hizo sonrojar: que me considerara enamorado, como si eso ya no fuera
               un secreto; si se refería a Ricardo y a los tucanes, por no decir Sita, o más bien
               por que sentía un tono de burla y una pizca de amenaza. Solté una retahíla de
               maldiciones silenciosas por no encontrar una respuesta adecuada. En cambio, me
               quedé rojo como tomate y callado como una piedra. Tan callado que Pedro
               prosiguió.


               —¿Qué pues? ¿Por qué tan callado?


               Y me pareció que me miraba fijamente. Alcé los hombros y me serví el
               desayuno. Llegaron los tucanes enamorados, bueno, Sita y Ricardo, que traían
               los ojos llenos de colores. El ambiente se relajó un poco y la mirada de Pedro se
               hizo menos penetrante.
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