Page 35 - La desaparición de la abuela
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—¿Y si a papá se le ocurre ir al juego? —preguntó Esteban, con más angustia
que miedo.
—¡Ya lo planeé todo! Si papá va al partido, le dices que me regresé porque me
sentí mal. Yo, después de ir a Coyoacán, me voy a la casa y digo lo mismo, ¡que
me duele mucho la panza! ¡Así tenemos tiempo! Además, como la computadora
que nos localiza está en su oficina, no puede saber en dónde estoy.
A pesar del pánico que sentía porque podían descubrirlos, Esteban estaba
dispuesto a secundar a su hermano.
—¡Ya vas! Pero prométeme que no te vas a tardar.
—¡Te lo prometo! Coyoacán está muy cerca. ¡Estaré en la casa antes de una
hora!
Rodrigo puso en marcha su plan: dejó a su hermano en la cancha y tomó un
microbús que lo conduciría a Coyoacán en no menos de quince minutos.
Al llegar a la plaza central del que alguna vez fue un bellísimo barrio, más tarde
refugio de hippies tardíos y ahora un eterno mercado, preguntó a un vendedor de
globos por la dirección que buscaba. El hombre señaló con su índice hacia el
oriente y le aseguró que la calle se hallaba cuatro cuadras adelante.
Casi corriendo, Rodrigo recorrió la distancia indicada y, en efecto, ¡ahí estaba
Mendoza! Caminó mientras buscaba el número y, sin mayor esfuerzo, dio con él.
La verdad, al llegar se sintió totalmente desilusionado. Era una casona antigua
como tantas que hay en Coyoacán y muy común y corriente, nada del otro
mundo. Lo único raro que tenía es que arriba de la puerta rezaba un letrero:
“Agencia de Viajes Cielo Azul”.
Un segundo después, se percató de que sobre la puerta había otro letrero que
decía “Abierto” y, sin dudar ni un momento, la empujó y entró.
Una muchacha rubia y bellísima le sonrió detrás de un escritorio cubierto de
papeles y folletos de viaje.
—Buenos días, ¿te puedo ayudar en algo?