Page 62 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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Mi papá en el asiento del copiloto.


               Don Juan hable que te hable, aún perseguido por el fantasma del miedo a que
               agarraran al ilegal de mi papá en pleno territorio federal del aeropuerto. Mi
               Hermana haciéndole trenzas a mi Yaya en el asiento posterior. Y en el de en

               medio, mi mamá y yo aún sin saber qué decirle al señor con camisa a cuadros al
               que no veíamos desde hacía tanto tiempo. El suficiente para que a Mi Hermana
               se le cayeran todos los dientes; para que yo consiguiera mi primer novio (duró
               tres días nuestro amor eterno y se acabó por culpa de una mano que intentó
               agarrarme); para que a mi mamá le creciera el pelo; para que él cambiara su
               eterno sombrero por una gorra de beisbol. Doce meses son muchos meses. La
               octava parte de mi vida. Un año es mucho para dos esposos que nunca, hasta
               antes de aquella partida, habían pasado más de doce horas sin verse.


               No recuerdo mucho, pero recuerdo las primeras palabras de mi papá.


               —¿No tienen sed? Pensé que iban a llegar con sed y les compré unas Fantas.


               No fue un nuevo comienzo. Fue un quitar la pausa a la conversación que
               habíamos dejado pendiente en alguna de esas otras posibilidades que se
               clausuraron cuando él se fue y que aquel día, como por arte de magia, volvieron
               a abrirse.
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