Page 72 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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puente peatonal la ciudad inmensa, impersonal, indiferente. No la conocía. Daba

               miedo. Miró los miles de focos encendidos a esa hora. Cuántas vidas
               transcurrirían dentro de las casas donde esos focos brillaban. Ninguno alcanzaría
               a iluminar la vida de aquellos que vivían en la que fue su casa. No supo si era
               mejor vivir prisionero en la calle o en el que había sido su hogar. Tendría que
               buscar otro refugio cuando cayera la noche. Ya vería.


               Encontró unas revistas de caricaturas amontonadas justo fuera de una casa y las
               tomó. Su ropa cada vez estaba más sucia, y ahora, salpicada de sangre del tipo
               abusivo. Se estaba acostumbrando a comer una sola vez al día. El pantalón casi
               se le caía al caminar. Pero no pasó por su mente pedir limosna. Era vergonzoso.


               Vio en una esquina a un joven sin piernas ni brazos, ciego, pidiendo ayuda
               verbalmente. Un botecito de latón tragaba las monedas que arrojaban manos
               tristes.


               No quiso recorrer la zona oriente de la ciudad, porque allí se localizaba su
               antigua escuela: no deseaba ver a sus ex compañeros. No quería que lo vieran en
               esas lamentables condiciones. Entre más lejos, mejor. Extrañaba a su mamá,
               pero sobre todo a su hermano, Julio, que ahora sería la víctima favorita de su
               padrastro. Algún día regresaría por él, y de paso le daría su merecido a ese
               canalla. Fue de nuevo hacia el río, que por las lluvias en la sierra bajaba muy
               caudaloso. Le gustaba mirar la corriente precipitándose hacia el oeste, las ramas
               arrastradas al azar, las piedras de las riberas limadas por el agua, los enormes
               árboles que bebían directamente de ese río. Pasaba las horas en esa
               contemplación. Y algunas veces, cuando lo consideró necesario, se bañó y lavó
               la ropa, oculto en los matorrales más alejados de la gente.


               A veces se dirigía a husmear entre las bolsas de basura que sacaban de los
               restaurantes, pero otros se le adelantaban y obtenían las mejores sobras: locos,
               vagabundos, señoras en harapos. Pensaba que tarde o temprano acabaría
               convirtiéndose en un ladrón. No le quedaba de otra. Por la tarde se sentó en una
               banca del parque Revolución. De pronto alguien lo llamó por su nombre. Era

               Porfirio. Parecía esconderse de alguien.

               —No te vi ahora en el semáforo donde trabajas —dijo Isaac.


               El otro volteó hacia los lados, cuidándose de que no lo vieran, y contestó:


               —Es que me andan buscando. Tuve que dormir en una alcantarilla. Llevo dos
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