Page 76 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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destartalado. La atravesaron y llegaron a un pasillo que desembocaba en otra
sala, pero esta se encontraba limpia y ordenada. Había una mesa larga con
mucha comida: pavos rellenos, lomo de cerdo a la piña, pechugas empanizadas
con ensalada, camarones en salsa de mango, filete de pescado a la mantequilla,
pan de trigo, filete mignon con champiñones. Isaac se inquietó. Porfirio le pidió
que aguardara. Un hombre vestido de casimir salió de una portezuela y caminó
hacia la mesa a paso lento. Era sumamente flaco, anciano, con unos cuantos
cabellos cayendo sobre sus puntiagudas orejas, mentón alargado y ojos pequeños
bajo unas cejas pobladas. Era desagradable, a pesar de la vestimenta. Lo miró de
arriba abajo. Dijo algo entre dientes que Isaac no alcanzó a oír. Le hizo un
ademán indicándole que tomara asiento.
—¡Que te sientes! —tradujo Porfirio.
—Come —musitó el viejo. El muchacho no daba crédito a la oferta. Una mesa
llena de platillos exquisitos no encajaba en aquel sitio tan inhóspito. Pero el
hambre lo estaba matando. Y aquello era casi una orden. No hallaba por dónde
empezar. Cortó un trozo de pechuga y lo devoró de un bocado; tomó algo de
lomo de cerdo, lo humedeció en la salsa de piña y lo comió; después fue tras el
filete de res con tocino, y así siguió con casi todos aquellos manjares no
imaginados ni en el sueño más optimista. Porfirio lo miraba como un espectador
castigado. Entonces le convidó:
—Agarra. Es mucho para mí —el otro quiso acercarse, pero una mirada
intimidatoria del anciano lo paró en seco.
—La cena es solo tuya —sentenció Porfirio.
—Sí, tú eres… el invitado especial de esta noche —dijo el anciano.
—Lo siento, Porfirio —exclamó Isaac.
Siguió comiendo, pero ahora con menos prisa. Mientras se llevaba a la boca un
trozo de pavo sospechó que aquello era demasiado generoso, que algún motivo
oculto sustentaba el banquete, que algo se traían entre manos. No era una
casualidad que aquel anciano lacónico se comportara tan amablemente. Solo
entonces la intuición lo puso en alerta. Tenía que escapar de ahí a como diera
lugar. Y no lo haría saliendo por la escalera. Tendría que buscar otra salida. Su
mente trabajaba a miles de revoluciones por segundo. Fingió serenidad. Atisbó
como única puerta de fuga aquella por donde había entrado el viejo. No había