Page 77 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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nadie cuidando. Si lograba atravesar ese pasillo, tal vez lo condujera al exterior.
Porfirio se recargó en la pared. Papá Joaquín, con pasos temblorosos, se apoyó
en una silla colocada frente al otro extremo de la mesa, como luchando por no
desplomarse. Cuando lo vio distraído rascándose la calva, se levantó y corrió
hacia la puerta. Porfirio se sorprendió. El anciano también. Isaac recorrió el
pasillo y llegó a un cruce que ofrecía la entrada a dos pasillos diferentes. Eligió
uno. Corrió.
Llegó hasta un cuarto que tenía una cama reclinada, una mesa sobre la que se
encontraban gran cantidad de medicinas, jeringas, cajas, botellas de alcohol y
algodón. Todo estaba iluminado por un quinqué. Buscó una salida. Pasó a otra
habitación más oscura. Los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando miró la
gran cantidad de recipientes de vidrio (ordenados en multiples repisas) que
contenían partes humanas: riñones, orejas, ojos, lenguas, dedos, narices, manos,
testículos, pies, hígados, corazones, cerebros. Se conservaban en un líquido
ambarino. Isaac pensó en tumores arrancados a enfermos de cáncer. Había
también varios frascos vacíos. Sintió repugnancia. ¿Qué harían ahí esos desechos
humanos? De inmediato vino a su cabeza la imagen de todos aquellos niños
mutilados. ¿Era posible pensar que pertenecían a ellos? La idea le erizó la piel.
Oyó pasos que se aproximaban. Registró el lugar, pero no halló una ventana o un
resquicio para escapar. ¡Estaba perdido!
Entraron cuatro muchachos a detenerlo. Se resistió, pero en vano. Lo sometieron
con dureza. Uno le puso el muñón del brazo izquierdo en la cara y con la mano
derecha lo jaló hacia atrás. Otros lo sujetaban de los brazos. El anciano cruzó el
umbral y se dirigió hacia él. Lo miró detenidamente. Le tocó las mejillas, las
manos, los párpados. Acercó su cara poblada de arrugas y con su pobre
dentadura le mordió el lóbulo de la oreja izquierda. Isaac se estremeció. Los
otros lo aseguraron firmemente. El viejo hizo una señal y le entregaron una daga.
Colocó la punta afilada bajo la garganta del chico y la bajó hacia el pecho para
romper su playera. Le dio unos golpecitos en el abdomen con el dedo meñique
de la mano derecha. Su cara era inexpresiva. Se sentó en la silla. Le pidió a
Porfirio que le llevara el recipiente que contenía el riñón y que lo destapara.
Porfirio obedeció. Con la misma daga atravesó el órgano para colocarlo en el
plato que otro de sus discípulos puso sobre la mesa. El riñón tenía un color
violeta y estaba encogido. Papá Joaquín partió un trozo, y con la punta de la
daga se lo llevó a la boca. Isaac miraba, incrédulo, con ojos inmensos, cómo el
viejo masticó el bocado.