Page 75 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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—¿Estás seguro de que es por aquí? —inquirió, temeroso.


               —Claro. Al fondo todo es diferente.


               Caminaron cien metros más. En ese punto el túnel se hacía muy amplio, como
               para dos o tres autobuses, y desembocaba en un puente vial construido a medias
               y afectado por el abandono: muros incompletos, varillas saliendo de las paredes,
               zapatas, hoyos profundos, sacos de cal y cemento echados a perder. Todo
               descansaba en altas columnas. Pequeñas hogueras titilaban en la lejanía. Porfirio

               se paró justo en medio de un círculo trazado sobre el pavimento. Su amigo
               también.

               —¿Qué pasa?


               Porfirio hizo la seña de silencio. Un rumor fue creciendo lentamente. Se oyeron
               voces inaudibles, pisadas titubeantes, ruidos de madera, sonidos guturales y
               ruedas chirriantes. Un súbito escalofrío asaltó a Isaac. De la oscuridad se

               desprendían sombras de distinta naturaleza: niños y niñas, todos sin algún brazo,
               sin alguna pierna, ciegos, tuertos, sin orejas, sin nariz. Podía pensarse que la
               lepra les hubiera comido ciertas partes del cuerpo. Se desplazaban usando
               bastones, muletas, carros pequeños, sillas de ruedas, palos, prótesis. Isaac los
               miró atónito, con los nervios crispados. Trató de correr; giró hacia atrás, pero
               esos seres lo rodeaban. Era una horda de mutilados, de niños incompletos. Allí
               estaba la niña ciega que vio pidiendo limosna en el crucero; por allá, el joven sin
               extremidades que había visto suplicando por una moneda. Hicieron todos un
               círculo a su alrededor, y algunos empezaron a tocarlo con sus muñones, con sus
               manos llenas de cicatrices.


               La voz de Porfirio ordenó:


               —Ya basta. Déjenlo. Lo está esperando Papá Joaquín.


               Obedecieron. Ya no palpaban sus mejillas, ya no tocaban su cabello ni apretaban
               su piel. Se abrieron para formar una valla, permitiendo que caminara hacia
               delante. Isaac, desconcertado y consciente de que era imposible escapar, se dejó
               conducir hacia una escalera que bajaba al sótano. Porfirio iba delante. Las
               muletas resonaban al golpear los escalones de concreto. Bajaron solamente ellos
               dos. La atmósfera se hizo más sombría. Pequeñas antorchas colgadas de los
               muros grises brindaban algo de luz. Abajo se hallaba una sala llena de basura,
               trapos, cartones rotos, zapatos viejos, un sillón destripado, un refrigerador
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