Page 58 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
P. 58

50                 EL  REINO  PERSA  HASTA  DARIO  III

          Las  riendas  del  poder  se  hallaban  ahora  en  manos  de  un  rey  como  hacía
      mucho  tiempo  que  no  habían  conocido  los  persas:  bello  y  serio,  como  los
      asiáticos  gustan  de  imaginarse  a  sus  soberanos,  respetuoso  para  con  todos  y  de
      todos  venerado,  rico  en  todas  las  virtudes  de  sus  grandes  antepasados  y  libre
      de  abominables  vicios  que  habían  infamado  la  vida  de  Ojos  haciendo  de  ella
      un  azote  para  el  imperio,  Darío  parecía  el  hombre  llamado  a  curar  el  reino,
      heredado por él  sin sangre  ni culpa,  de  los  grandes  males  que  lo  aquejaban.  Los
      primeros  tiempos  de  su  reinado  no  se  vieron  trastornados  por  ninguna  subleva­
      ción;  el  Egipto  había  sido  restituido  al  imperio,  la  Bactriana  y  la  Siria  perma­
      necían  fieles  y  obedientes  al  rey;  el  Asia,  unida  bajo  el  cetro  del  noble  Darío,
      desde  las  costas  de  Jonia  hasta  las  márgenes  del  Indo,  parecía  tan  segura  como
      no  lo  había  estado  desde  hacía  mucho  tiempo.  Y,  sin  embargo,  este  monarca
      estaba  predestinado  a  ser  el  último  nieto  de  Ciro  que  había  de  reinar  sobre  el
      Asia,  como  si  una  cabeza  inocente  hubiese  de  pagar  por  lo  que  ya  no  tenía
      salvación.
          Ya  se  alzaba  allá  lejos,  en  el  occidente,  la  nube  que  desataría  la  tormenta
      en  la  que  Persia  había  de  perecer.  Ya  los  sátrapas  de  los  territorios  marítimos
      habían  hecho  llegar  a  la  corte  el  mensaje  de  que  el  rey  de  Macedonia  había
      concertado  la  paz  y  una  alianza  con  los  estados  de  la  Hélade  y  de  que  estaba
      poniendo en pie de guerra  un ejército para atacar a las  provincias  del Asia  Menor
      a  la  siguiente  primavera.  Darío  deseaba  evitar  esta  guerra  a  toda  costa;  tenía,
      indudablemente,  el  presentimiento  de  que  aquel  inmenso  imperio,  interiormente
       deshecho  y  caduco,  sólo  necesitaba  un  golpe  descargado  desde  fuera,  para  des­
       moronarse.  Y  así,  vacilando,  desaprovechó  el  último  plazo  que  le  quedaba  para
       adelantarse  al  ataque  que  tanto  temía.
           Por los  mismos  días  en  que  Darío  III  asumía  el  mando  del  reino,  enviaba
       el  rey  Filipo  sus  primeras  tropas,  al  mando  de  Parmenión  y  Atalo,  para  que
       cruzasen el  Helesponto  y  se  estableciesen  en  las  ciudades  griegas  de  las  satrapías
       más  próximas.  Ya  los  estados  de  la  confederación  helénica  habían  recibido  ins­
       trucciones  para  enviar  sus  contingentes  a  Macedonia  e  incorporar  sus  trieras  a
       la  flota  del rey Filipo.  En  cuanto  a  éste,  pensaba  ponerse  en  marcha  sin  tardan­
       za  para  colocarse  a  la  cabeza  de  las  fuerzas  macedonio-helénicas  y  comenzar  la
       obra  por la  que  había  venido  trabajando  incansablemente  hasta  entonces.
   53   54   55   56   57   58   59   60   61   62   63