Page 53 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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EL REINO PERSA HASTA DARIO III 43
satrapías del Asía Menor; de nuevo se encontraba el imperio, pero en propor
ciones acrecentadas, ante el peligro con que se había enfrentado en los tiempos
de Pericles. ¿Cómo hacerle frente?
El camino que para ello había que seguir lo señaló el ateniense Conon,
que había ido a refugiarse a la corte de Evágoras después de la última derrota
del poder de Atenas. Siguiendo sus consejos, se ordenó al sátrapa de Frigia en
el Helesponto que formase una flota y suministrase a los estados de la Hélade
dinero persa para que pudieran organizar la lucha contra Esparta. La victoria
obtenida por Conon cerca de Cnidos, el reto guerrero lanzado contra los espar
tanos por Tebas, Corinto y Atenas, las expediciones marítimas de Farnabazos
hasta las costas de Laconia y su aparición ante la asamblea de los aliados en
Corinto, obligaron a Agesilao a retornar apresuradamente a Esparta. Los espar
tanos, viéndose duramente acosados, buscaron ahora el favor y la alianza del
gran rey y enviaron a su corte a Antálcidas para concertar aquella paz por la
que Esparta hubo de ceder a los persas, además, las ciudades griegas del Asia
Menor y la isla de Chipre. Con ello, Persia convertíase, en el terreno diplomá
tico, aunque no en el militar, en dueña y señora de los griegos; favoreciendo tan
pronto a los espartanos como a los atenienses o a los tebanos, la corte de Susa
tenía a su merced a los estados helénicos, todavía fuertes y combativos, y deja
ba que se desgarrasen entre sí.
Lo que ocurría era que estas pugnas intestinas de la Hélade permitían a
los poderes sublevados contra el gran rey, a Chipre, el Egipto y las costas sirias,
encontrar apoyo entre los griegos; además, los sátrapas del Asia Menor ya no se
atenían exclusivamente a las instrucciones del poder central para trazar su polí
tica ante los embrollos helénicos. La mano de Artajerjes, hombre harto bondado
so, no era lo suficientemente fuerte para empuñar firmemente las riendas del
imperio. Todo lo que consiguió del rey de Chipre, tras diez años de luchas, fué
que se prestase a seguir pagando los tributos como antes. Y ya no pudo volver
a ser dueño del Egipto, a pesar del ejército de mercenarios helenos enviado a
aquellas tierras y a pesar del Ifícrates que lo mandaba. Ni logró tampoco redu
cir, pese a todos sus esfuerzos, a los cadusios que se levantaron en armas contra
su dominación en las montañas que dominaban los pasos del mar Caspio. Los
pueblos montañeses enclavados entre Susa, Ecbatana y Persépolis se rebelaron
contra el imperio; exigieron y consiguieron que se les pagasen tributos de paso
cuando el gran rey y su corte cruzaran por sus dominios. Ya se habían pronun
ciado contra el poder central algunos de los sátrapas del Asia Menor, como Ario
barzanes en la Frigia del Helesponto, Autofrádates en Lidia, Mausolos y
Orontes, y si el gran rey salvó su soberanía sobre la península fué, sencillamente,
gracias a la traición de Orontes, a quien los demás habían elegido como jefe
de la sublevación.
Y aún era más triste, según la tradición —aunque debe tenerse en cuenta
que se trata siempre de la tradición griega—, la actitud de debilidad del anciano
Artajerjes, dentro de su corte, donde no era, al parecer, más que un juguete en