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38 EL REINO PERSA HASTA DARIO III
del Egipto, y de su repentina muerte, para sublevarse; sus sacerdotes, los magos,
eligen a uno de ellos para que ostente la corona de gran rey, lo hacen pasar por
el hijo menor de Ciro, eximen a los pueblos del servicio militar y del pago de
los tributos por un periodo de tres años; y los pueblos acatan sumisamente el
nuevo orden de cosas. Al cabo de un año, se levanta Darío el Aqueménida con
los jefes de las otras seis tribus y asesinan al mago impostor y a sus principales
partidarios. “El poder que había sido arrebatado a nuestro linaje —dice una
inscripción de Darío— fué recobrado por mí; restauré los santuarios y el culto
del divino protector del reino; por la gracia de Ormuz, pude recobrar lo que
nos había sido arrebatado y devolver al reino, a Persia, la Media y las otras
provincias, su felicidad, como en tiempos pasados.”
Darío fué el organizador del reino. Como no existía una cultura persa
capaz de vencer también interiormente y de transformar a los derrotados por
la fuerza, como en otro tiempo la de Babel y la de Asur; como la religión de la
luz, que constituía la verdadera fuerza y la gran ventaja del pueblo persa, no
podía ni quería convertir a otros, la unidad y la seguridad del imperio hubieron
de erigirse sobre la organización del poder que lo había instaurado y estaba
llamado a regirlo. Era la antítesis más completa de lo que constituía, en su
desarrollo histórico, la esencia del helenismo: aquí, un pueblo, dividido y disperso
en innumerables pequeñas comunidades regidas por su libre autonomía, dife
renciadas y atomizadas por las fuerzas de un dinamismo y una peculiaridad
inagotables; allí, entre los persas, muchas naciones, la mayoría desellas ya caducas
e incapaces de modelar su vida con formas propias, aglutinadas por la fuerza
de las armas y mantenidas en cohesión por la rígida y orgullosa superioridad del
pueblo persa, con el gran rey, el “hombre divino”, a su cabeza.
Esta monarquía, cuyos dominios se extienden desde el mar de los griegos
hasta el Himalaya, desde el desierto africano hasta el lago de Aral, deja que lps
pueblos a los que agrupa vivan a su modo, los ampara en aquello “que demanda
su derecho”, se muestra tolerante con todas las religiones, vela por el comercio
y el bienestar de sus pueblos, respeta incluso sus príncipes tribales, con tal de
que se sometan al monarca y paguen sus tributos, pero levanta sobre todos
ellos la fuerte y estrecha urdimbre de una unidad militar y administrativa cuyos
titulares salen de la tribu dominante, la de los “persas y medos” . La identidad
de religión, una vida ruda y rigurosamente adiestrada en el campo y en los
bosques, la educación, en la corte y bajo la mirada atenta del gran rey, de la
juventud noble llamada al servicio del estado, el poder guerrero, concentrado
en la misma corte, de los diez mil inmortales, los dos mil lanceros y los dos
mil jinetes, que afluyen de todas las partes del reino para servir en la ciudadela,
los tributos y regalos que van acumulándose en las arcas del imperio, la rigurosa
jerarquía de los nobles reunidos en torno a la corte, hasta llegar al rango de los
“compañeros de mesa” y los “parientes” del gran rey: todo ello junto, da a
la potencia central del imperio la fuerza y el brío necesarios para actuar como
el centro aglutinante y dominador. La red de caminos construidos a lo largo de