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40 EL REINO PERSA HASTA DARIO III
Tales son los rasgos fundamentales de esta estructura de poder, basada en
la esencia más genuina del pueblo persa, en su tradicional y sencilla sumisión
al cabeza de la tribu y en la nota orgullosa de la legitimidad, procedentes ambas
de la antigua organización gentilicia. Esta grandiosa organización de poder des
pótico giraba toda ella en torno al principio de que la dignidad y el poder perso
nales de quien lo encarnaba se transmitían a cada uno de sus sucesores, de que
Ja corte y el harén cerca de él y los sátrapas y los jefes militares, más a distancia,
se hallaban dirigidos e inspirados por él en todo momento, y de que el pueblo
dominante se mantenía fiel a sí mismo y a su disciplina y austeridad tradicio
nales y a su devoción incondicional al dios-rey.
El poder de los persas alcanzó bajo el primer Darío el máximo florecimiento
de que era capaz; hasta los pueblos a él sometidos bendecían su gobierno; inclu
so en las ciudades griegas había siempre hombres prestigiosos dispuestos a
someterse de buen grado y a someter a sus conciudadanos al yugo persa para sus
traerse a la tiranía; podemos estar seguros de que ello no acrecentaría preci
samente el respeto moral de los nobles persas ante los listos helenos. Después
de Darío y después de las derrotas de Salamina y de Micala, empezaron a ma
nifestarse los síntomas de la parálisis y la decadencia a que un imperio como
aquél, incapaz de desarrollo interior, tenía necesariamente que verse expuesto
tan pronto como dejase de crecer por medio de la victoria y la conquista. Ya a
la muerte de Jerjes empezó a advertirse el relajamiento de la energía despótica
y a hacerse sentir la influencia de la corte y del harén. Persia había perdido las
conquistas logradas en las costas tracias, en el Helesponto y el Bosforo, las islas
y ciudades helénicas del litoral del Asia Menor; pronto algunos de los pueblos
sometidos intentaron liberarse del yugo persa, y la sublevación del Egipto y
los intentos de restauración de la dinastía tradicional eran apoyados desde la
Hélade. Y cuanto mayor era la fortuna con que peleaban los sátrapas de las regio
nes avanzadas y más veían aflojarse la voluntad y la energía personales de su
señor, con mayor audacia gobernaban sus territorios en su propio interés y
mayor era el descaro con que aspiraban a implantar una autoridad propia y here
ditaria en sus satrapías. Sin embargo, la trabazón del imperio era todavía lo bas
tante fuerte y la disciplina y la lealtad de que seguían dando pruebas la nobleza
y el pueblo persas lo suficientemente vivas para poner remedio a los males que
apuntaban aquí y allá.
El peligro empezó a revestir caracteres de mayor gravedad cuando, a la
muerte de Darío II (424-404), el hijo menor de éste, Ciro, se sublevó contra
su hermano mayor, Artajerjes II, que ceñía ya la tiara. Ciro, que no había nacido
como su hermano antes de que el padre subiese al trono, sino cuando éste era
ya rey, creía tener mejores títulos para reinar que su hermano, por las mismas
razones por las que, años atrás, Jerjes había sucedido en el trono a Darío; era
el favorito de su madre Parisátile, y su padre, siendo rey, le había enviado
al Asia Menor como “caranos”, como “señor’ , confiriéndole, a lo que parece,
las satrapías de la Capadocia, la Frigia y la Lidia. Mientras que los dos anterio