Page 76 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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68                     ASESINATO  DE  FILIPO  II

       le  preguntó el  joven:  “¿Cómo  se  alcanza  la  suprema  fama?”  “Asesinando  al  que
       ha  llegado  al  puesto  supremo”,  fué  la  respuesta  de!  sofista.
           Llegó  el  otoño  y  con  él  las  fiestas  de  las  bodas.  Estas  debían  celebrarse
       en  Aigai,  antigua  residencia  de  los  reyes,  convertida  desde  que  la  corte  se  tras­
       ladara  a  Pella  en  el  lugar  de  enterramiento  de  los  monarcas.  De  todas  partes
       afluían  los  invitados;  llegaban  de  Grecia  los  teoros,  vestidos  con  gran  pompa  y
       portando  muchos  de  ellos  coronas  de  oro  para  Filipo;  llegaban  los  príncipes  de
       los  agranios,  de  los  peonios,  de  los  odrisios,  los  grandes  del  reino,  la  nobleza
       caballeresca  del  país,  las  gentes  del  pueblo,  en  cortejo  interminable.  Así  pasó  el
       primer  día,  entre  un  júbilo  indescriptible,  entre  embajadas,  saludos,  recepciones
       y  concesiones  de  honores,  entre  banquetes  y  desfiles  triunfales;  los  heraldos  in­
       vitaban a la  multitud  a  acudir al  teatro  al  día  siguiente,  por la  mañana.  Aún  no
       había  despuntado  el  alba  y  ya  una  densa  muchedumbre  fluía  por  las  calles  hacia
       el  teatro;  por  fin,  vióse  venir  al  rey,  ricamente  ataviado  y  rodeado  por  sus  pajes
       nobles  y  los  soldados  de  su  guardia;  manda  a  los  que  le  acompañan  que  vayan
       al  teatro por delante de  él,  pues  no  cree  necesitar  guardia  ni  protección  en  medio
       de  la  jubilosa  multitud.  En  este  momento,  se  abalanza  sobre  él  Pausanias,  le
       clava un puñal  en  el pecho y,  mientras  el  rey  cae  a  tierra,  muerto,  corre  a  buscar
       los  caballos  que  le  esperan  junto  a  la  puerta  de  la  ciudad;  en  su  huida,  tropieza
       y  cae;  Pérdicas,  Leonato  y  algunos  otros  nobles  de  la  guardia  real  lo  alcanzan  ν
       lo  traspasan con  sus  espadas.
           La  multitud  se  dispersa,  abatida  y  desesperada;  la  efervescencia  es  indis-
       criptible.  ¿A  manos  de  quién  irá  a  parar  el  reino,  quién  lo  salvará?  Alejandro
       es  el  primogénito  del  rey,  pero  hay  que  temer  al  odio  furioso  de  su  madre,  des­
       preciada  y  deshonrada  por  el  muerto.  En  seguida  se  presenta  en  Aigai  para
       asistir  a  las  ceremonias  fúnebres  de  su  esposo,  como  si  hubiese  presentido  o
       sabido  de  antemano  lo  que  iba  a  ocurrir;  se  dice  que  ella  es  la  instigadora  del
       regicidio,  la  que  mandó  preparar  los  caballos  para  la  huida  del  asesino.  Se  dice
       también  que  el  propio  Alejandro  no  desconocía  lo  que  se  tramaba  y  no  era
       ajeno  a  ello,  un  indicio  más  de  que  no  era  hijo  de  Filipo,  sino  que  había  sido
       concebido  y  alumbrado  bajo  las  negras  artes  de  la  brujería;  de  aquí  la  repugnan­
       cia  que  inspiraba  al  rey  y  que  sentía  también  contra  su  salvaje  madre;  por  eso,
       sin  duda,  había  tomado  a  Cleopatra  por  su  segunda  esposa.  El  reino  pertenecía
       al  hijo  que  ésta  acababa  de  darle.  ¿Acaso  su  tío,  Atalo,  no  gozaba  de  la  ple­
       na  confianza  del  rey?  Nadie  más  indicado  que  él  para  asumir  la  regencia  del
       reino.  Según  otros,  el  trono  debía  ser  ocupado  por  Amintas,  el  hijo  de  Pérdicas,
       quien  siendo  niño  habíase  visto  obligado  a  ceder  a  Filipo  las  riendas  del  reino,
       amenazado  por  todas  partes;  Filipo  había  sido  un  usurpador,  aunque  su  gran
       obra  de  rey  obligase  a  perdonar  la  usurpación;  según  el  derecho  imprescriptible,
       Amintas  debía  asumir  ahora  el  poder,  del  que  se  había  hecho  digno  tras  largos
       años  de  sacrificio.  Pero  los  lincestios  y  sus  partidarios  decían:  si  habían  de  pre­
       valecer  contra  los  herederos  carnales  de  Filipo  los  derechos  sancionados  por  el
       tiempo,  antes que Filipo y el  padre de Pérdicas,  habían poseído  el  reino  su  propio
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