Page 77 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ALEJANDRO OCUPA EL TRONO                    69
      padre y  su hermano  y  no  debía  seguir  despojándoseles  de  él  por  un  acto  de  usur­
      pación;  además,  Alejandro  y  Amintas  eran  todavía  casi  unos  muchachos,  el  se­
      gundo  había  perdido  ya  desde  su  infancia  el  vigor  necesario  para  gobernar  y  la
      esperanza  de  ocupar  el  trono,  y  Alejandro,  mediatizado  por  la  influencia  de  su
      vengativa  madre,  ensoberbecido  y  estragado  por  una  mala  educación  según  los
      gustos  del  día  y  por  su  desprecio  contra  las  buenas  costumbres  del  pasado,  era
      mucho más peligroso para las libertades  del país  de lo  que lo había  sido  su propio
      padre,  Filipo;  ellos,  en  cambio,  eran  amigos  del  reino  macedónico  y  descendían
      de  aquel  linaje  que  se  había  esforzado  en  todo  tiempo  por  respetar  y  mantener
      en  pie  las  viejas  costumbres;  nadie  como  ellos,  que  habían  encanecido  entre  los
      macedonios,  que  conocían  de  cerca  los  deseos  del  pueblo,  que  eran  amigos  del
      gran rey de Susa,  podían proteger al  país  de la  cólera  de los  persas  cuando  el  gran
      rey viniese  a  exigirle  cuentas  por  la  guerra  locamente  comenzada  por  Filipo;  por
      fortuna,  el  país  había  sido  desembarazado  a  tiempo  todavía,  gracias  a  la  mano
      de  un  amigo  de  ellos,  de  un  rey  que  despreciaba  el  derecho,  el  bien  del  pueblo,
      la  santidad del juramento  y la  virtud.


                           A LEJA N D RO   OCUPA  E L   TRONO
          Así pensaban  las  facciones;  pero  el  pueblo  odiaba  a  los  regicidas  y  no  temía
      a  la  guerra;  olvidó  pronto  al  hijo  de  Cleopatra,  pues  el  representante  de  su
      partido  estaba  lejos;  no  conocía  al  hijo  de  Pérdicas,  cuya  pasividad  abonaba
      elocuentemente  su  incapacidad  para  gobernar.  Alejandro  tenía  de  su  parte  el
      derecho  y  la  simpatía  que  despiertan  siempre  las  ofensas  inmerecidas  y,  además,
      la  fama  de  sus  campañas  contra  los  maídos  y  los  ilirios,  la  gloria  de  la  victoria
      de Oueronea y el  prestigio,  mucho más hermoso,  de  su  cultura,  de  su  sociabilidad
      y de su grandeza de  alma;  incluso había  llegado a  dirigir con  fortuna los  negocios
      del  reino.  Alejandro  poseía,  indiscutiblemente,  la  confianza  y  el  amor  del  pueblo
      y  estaba  seguro,  sobre  todo,  del  apoyo  del  ejército.  El  otro  Alejandro,  el  linces­
      tio,  se dió clara cuenta  de que  su  causa  estaba  perdida  de  antemano;  corrió  hacia
      el  hijo  de  Olimpia  y  fué  el  primero  en  rendirle  pleitesía  como  a  rey  de  los
      macedonios.
          Los  primeros  tiempos  del  reinado  de  Alejandro  no  fueron  los  del  hombre
      “que  se limita  a  Tecibir  una  herencia  indiscutida  e  indiscutible”;  aquel  joven  de
      veinte  años  tenía  que  demostrar  si  poseía  las  energías  y  las  condiciones  necesa­
      rias  para  ocupar  el  trono.  Empuñó  con  mano  firme  y  segura  las  riendas  del
      gobierno,  y  empezó  a  esfumarse  el  caos.  Siguiendo  la  costumbre  macedonia,
      convocó  al  ejército  para  que  le  rindiese  homenaje  de  acatamiento:  sólo  el  nom­
      bre  del  rey,  dijo  a  sus  tropas,  había  cambiado;  el  poder  de  Macedonia,  el  orden
      de  las  cosas,  la  esperanza  de  futuras  conquistas,  seguían  siendo  los  mismos  de
      antes.  Mantuvo  en  pie  el  antiguo  servicio  militar,  pero  eximiendo  a  quienes  lo
      prestaban  de  todas  las  demás  cargas  y  servicios.  Los  frecuentes  ejercicios  y
      marchas  ordenados  por  él  restablecieron  entre  las  tropas  el  espíritu  militar  que
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