Page 73 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
P. 73

JUVENTUD  DE  ALEJANDRO                    65

       un  cantor como  Homero  que  transmitiera  sus  hazañas  a  la  posteridad,  la  leyenda
       heroica  de  los  países  orientales  y  occidentales  habría  de  rodear  más  tarde  su
       propio nombre, el  de Alejandro,  con  el  nimbo  maravilloso  de la  grandeza  humana
       y  sobrehumana.
           Sentía  más  cariño  por  su  madre  que  por  su  padre;  tenía  de  ella  el  entusias­
       mo  y  esa  sensibilidad  íntima  y  profundamente  sentida  que  le  distinguen  entre
       los  héroes  de  los  antiguos  y  los  nuevos  tiempos.  Y  su  figura  y  su  porte  estaban
       a  tono  con  ello:  su  paso  firme  y  seguro,  su  mirada  centelleante,  su  pelo  alboro­
       tado,  la  potencia  de  su  voz,  todo  en  él  denotaba  al  héroe;  cuando  se  hallaba  en
       quietud,  quienes le  veían  se  deleitaban  con  la  suavidad  de  su  continente,  con  el
       color  sonrosado  que  cubría  sus  mejillas,  con  sus  ojos  dulces,  con  su  cabeza  lige­
       ramente  inclinada  hacia  un  lado.  En  los  ejercicios  de  caballería  nadie  le  aven­
       tajaba;  ya  de  muchacho  sabía  sujetar  con  su  brida  un  potro  salvaje  de  raza
       tesaliana  llamado  “Bucéfalo”  que  ningún  otro  se  atrevía  a  montar  y  que  más
       tarde había  de  ser  su  caballo  predilecto  de  batalla  en  todas  sus  campañas.  Sufrió
       su  bautismo  de  fuego  en  una  de  las  acciones  emprendidas  en  el  reinado  de  su
       padre;  cuando  Filipo  puso  sitio  a  Bizancio,  su  hijo  redujo  a  los  maídos  y  fundó
       en su territorio  una ciudad a la que dió  su nombre;  pero  aún ganó  mayor fama  en
       la  batalla  de  Queronea,  cuyo  resultado  viptorioso  se  debió  a  su  bravura  per­
       sonal.  Al  año  siguiente,  derrotó  a  Pleuras,  un  príncipe  ilirio,  en  un  encuentro
       muy  duro.  El  padre  contemplaba  sin  envidia,  a  lo  que  parece,  las  hazañas  de  su
       hijo,  en  quien  veía  el  futuro  ejecutor  de  sus  vastos  planes;  después  de  todas  las
       conmociones que las querellas de la  sucesión  al trono habían  desencadenado  sobre
       el  país,  ahora  podía  mirar  tranquilo  al  porvenir  de  su  reino  y  de  su  casa,  viendo
       a  su  lado  al  heredero  capaz  de  afrontar  y  resolver  las  grandes  tareas  que  tenía
       por  delante  y  para  quien,  según  dijo  una  vez  —o,  al  menos,  así  lo  cuentan  las
       fuentes—,  “Macedonia  llegaría  a  ser  demasiado  pequeña”  y  que  “no  tendría  por
       qué  arrepentirse,  como  él,  de  muchas  cosas  a  las  que  ya  no  era  posible  poner
       remedio”.
           Luego  vinieron  las  dificultades  entre  el  padre  y  el  hijo.  A  Alejandro  le
       parecía  que  Filipo  tenía  abandonada  a  su  madre  ante  los  encantos  de  las  danza­
       rinas  tesalienses  y  de  las  cortesanas  griegas;  y  su  descontento  subió  de  punto
       cuando  el  rey  tomó  una  segunda  esposa,  una  de  las  mujeres  nobles  del  país,
       Cleopatra,  la  sobrina  de  Atalo.  Cuentan  las  fuentes  que  las  bodas  se  celebraron
       con  gran  brillantez  y  mucho  ruido,  con  arreglo  a  las  costumbres  macedonias;
       corrió  el  vino  y  hubo  mucha  risa  y  algazara.  El  vino  había  surtido  ya  su  efecto
       en  todos  los  comensales,  cuando  Atalo,  el  tío  de  la  joven  reina,  se  puso  en  pie  y
       pronunció  este  brindis:  “ ¡Pedid  a  los  dioses,  oh  macedonios,  que  se  dignen  dar
       un  hijo  a  nuestra  reina  y  un  legítimo  heredero  al  trono  de  nuestro  país!”  Ale­
       jandro estaba presente; al oír aquellas palabras,  no pudo contener la cólera  y gritó:
       “¿Quieres  decir  con  eso,  oh  blasfemo,  que  yo  soy  un  bastardo?”,  y  arrojó  su
       copa  a  la  cabeza  de  quien  así  lo  insultaba.  El  rey  saltó  furioso  de  su  asiento,
       desenvainó  la  espada  y  se  abalanzó  sobre  su  hijo  para  traspasarlo  con  ella;  el
   68   69   70   71   72   73   74   75   76   77   78