Page 84 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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      juró  en  Corinto  la  fórmula  de  la  liga,  por  la  que  Alejandro  quedó  nombrado
      estratega  de  los  helenos  con  plenitud  ilimitada  de  poderes.
          Alejandro  había  conseguido  lo  que  se  proponía.  Sería  interesante  conocer
      el  estado  de ¿mimo  que  ahora  imperaba  en  los  estados  helénicos  en  lo  tocante  a
      su  persona;  lo  más  probable  es  que  no  fuese  tan  enconado  ni  siquiera  tan  hipó­
      crita  como  podría  hacer  creer  el  rabioso  entusiasmo  por  la  libertad  de  los  ora­
      dores  áticos  o  la  afectada  tiranofobia  de  los  moralistas  griegos  de  la  época  del
      imperio  romano.  El  reverso  de  esta  medalla  nos  lo  ofrece  la  embajada  de  Delio
      de Efeso,  el  discípulo de Platón,  enviado  por los  helenos  del Asia y  que  fué  quien
      “más  le  apremió  y  entusiasmó”  a  la  guerra  contra  los  persas.  Entre  sus  amigos
      más  íntimos  figuraban  dos  lesbios,  Erigió  y  Laomedón,  que  se  habían  visto  obli­
      gados  a  trasladarse  a  Anfípolis  ante  las  miserias  de  su  patria,  dominada  por  los
      amigos  de  los  persas:  era  un  triste  ejemplo  de  la  autonomía  que  el  gran  rey
      asegurara,  por  la  paz  de  Antálcidas,  a  todas  las  islas  situadas  entre  Rodas  y
      Tenedos;  no  había  salvación  para  los  helenos  de  aquellas  tierras,  díjole  el  emi­
      sario,  si  Alejandro  no  acudía  a  ellas  y  vencía.  Dentro  de  la  Gran  Grecia  sólo
      Tebas podía lamentar la pérdida,  no  del  todo injusta,  de  su autonomía;  en  cuanto
      a  Atenas,  el  estado  de  espíritu  de  la  masa  más  voluble  que  jamás  haya  gober­
      nado,  se  dejaba  llevar  ligeramente  de  las  últimas  impresiones  y  las  próximas
      esperanzas;  y  el  hosco  retraimiento  de  Esparta  demostraba  ser  más  consecuente
      en la  debilidad  que  en la  energía,  denotaba  más malhumor que  auténtico  orgullo.
      No  nos  equivocaremos  mucho  si  suponemos  que  la  parte  más  inteligente  del
      pueblo  helénico  se  inclinaba  hacia  la  gran  empresa  nacional  próxima  a  acome­
      terse  y  hacia  el  héroe  juvenil  que  estaba  empeñado  en  sacarla  adelante;  los  días
      que  Alejandro  pasó  en  Corinto  parecen  confirmar  este  juicio.  De  todas  partes
      acudían  los  artistas,  los  filósofos,  los  políticos  para  ver  de  cerca  al  joven  rey,  al
      discípulo  de  Aristóteles;  todos  se  apretujaban  para  estar  cerca  de  él,  para  captar
      una  mirada  o  una  palabra  suya.  El  único  que  no  se  movió  de  su  tonel,  en  una
      de las  plazas  de los  arrabales  de  la  ciudad,  fué  Diógenes  de  Sinope.  En  vista  de
      ello,  Alejandro  fué  a  verle;  le  encontró  tendido  delante  de  su  tonel,  tomando  el
      sol;  el  rey le saludó y le preguntó  si  deseaba algo.  “Que  no  me  quites  el  sol”,  fué
      la respuesta del  filósofo.  Y,  según cuentan, el  rey dijo a los  de  su séquito,  cuando
      se  retiraba:  “Por  Zeus  os  digo  que,  si  no  fuera  Alejandro,  me  gustaría  ser  Dió­
      genes” .  Tal  vez  no  fuese  todo  ello  más  que  una  de  tantas  anécdotas  como
      circulaban  acerca  de  aquel  hombre  original.


                       FIN   DE  ATALO.   LOS  VECINOS  D EL  NORTE
          Al  aproximarse  el  invierno,  Alejandro  regresó  a  Macedonia  para  preparar  la
      expedición  de  castigo  contra  los  pueblos  bárbaros  fronterizos,  que  había  sido
      demorada  hasta  entonces.  Ya  Atalo  no  era  ningún  obstáculo;  Hecataio  había
      unido  sus  tropas  con  las  de  Parmenión  y,  no  considerándose  lo  suficientemente
      fuertes  para  apresar  al  traidor  en  medio  de  las  tropas  a  las  que  había  sabido
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