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GUERRA  CIVIL  III


           habían  llegado;  y  por  todas  partes  eran  la  confusión,  el
           pánico, la fuga completa, al grado de que, al tomar César en
           sus  manos  las  insignias  de  los  que  huían  y  al  ordenarles
           en persona que se detuvieran, los unos dejaban sus caballos
           y  escapaban  para  continuar  su  carrera,  y  los  otros,  por
           el  terror,  abandonaban  inclusive  sus  estandartes,  y  no
           había  uno  solo  que  se  detuviera.


              LXX.         1  En  medio  de  tantas  desgracias,  nos  ayudó
           a  que  no  se  destruyese  el  ejército  completamente  la  cir­
           cunstancia  de  que  Pompeyo,  temiendo  una  emboscada,
           estoy seguro de ello —pues había sucedido esto, contra toda
           esperanza,  a  quien  poco  antes  viera  huir  a  los  suyos  del
           campamento—,  no  osó  durante  algún  tiempo  acercarse  a
           las  fortificaciones,  y  también  la  circunstancia  de  que  su
           caballería,  embarazada  por  el  escaso  espacio,  ya  ocupado
           por  los  soldados  de  César,  se  retrasó  en  la  persecución.
           2  Y así,  un  pequeño  detalle tuvo  gran  repercusión  de  una
           parte  y  de otra.  En  efecto,  las fortificaciones que llevaban
           del  campamento  al  río,  habiendo  sido  ya  tomado  el  campo
           de  Pompeyo,  interrumpieron  la  ya  casi  segura  victoria  de
           César  y  la  misma  circunstancia,  retardando  la  prontitud
           de la persecución, significó la salvación de nuestro ejército.



               LXXI.         1  En  los dos combates  de un  solo  día,  César
           echó  de  menos  novecientos  sesenta  soldados  de  infantería
           y  los  connotados  caballeros  romanos1  Tuticano  Gallo,2
           hijo  de  senador,  Fleginate  de  Placencia,3  Aulo  Granio

           de  Puteoli 4  y  Marco  Sacrativiro  de  Capua,5  así  como
           cinco  tribunos  militares  y  dos  centuriones.                2  Pero  la
           mayor  parte  de  ellos  murió  sin  heridas,  en  los  fosos,  las
            fortificaciones y las orillas del río, aplastados por los suyos,
           en medio del terror y la  fuga;  se perdieron, además, treinta
            y  dos  insignias  militares.         3  Pompeyo  proclamado,  por
           aquella  batalla,  imperator,  designación  que  aceptó,  deján­
           dose  saludar  con  ella  en  lo  sucesivo;  pero  ni  la  usó  para
           rubricar  sus  cartas, 6  ni  ornó  con  laurel  las  insignias  de



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