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GUERRA  CIVIL  III


          décima; 2  era un varón extraordinario.                 2  El  cual, dada
          la  señal,  “seguidme  —dijo— vosotros  que  fuisteis  mani­
          pularios 8  míos,  y  ofreced  a  vuestro  jefe  la  proeza  que  le
          prometisteis.  Sólo  esta  batalla  queda,  la  cual  concluida,
          hemos de recobrar, él  su  dignidad y nosotros nuestra liber­
          tad”.      3  Y  al  mismo  tiempo,  viendo  a  César,  “haré
          —dijo—  que  hoy,  imperator,  me  des  las  gracias,  ya  sea
          vivo, ya muerto”.           4  Habiendo dicho esto,  salió corrien­
          do  el  primero  del  ala  derecha  y  lo  fueron  siguiendo  cer­
          ca  de  ciento  veinte  soldados  voluntarios  selectos  de  su
          misma  centuria. 4


             XCII.        1  Entre  las  dos  huestes,  sólo  había  quedado
          espacio suficiente para que se produjese el choque de ambos
          ejércitos.  ,2  Pero  Pompeyo  había  dicho  con  anterio­
          ridad  a  los  suyos  que  sostuvieran  el  asalto  de  César  y,
          sin  moverse  de lugar,  dejaran  que  su  hueste  se  desarticu­
          lara;  se  decía  que  esto  lo  había  hecho  por  consejo  de
          Cayo  Triario,1  de  manera  que  a  la  primera  irrupción
          se  quebrantara  la  fuerza  de  los  soldados  y  se  debilitara
          la  tropa enemiga  y  se  acometiera  con  hombres  ordenados
          en sus  filas,  a individuos  dispersos.           3  Esperaba  él  que
          los  dardos  habrían  de  caer  con  menos  fuerza  si  los  sol­
          dados  permanecían  en  su  posición,  que  si  ellos  mismos
          se  lanzaban  al  ataque  mezclándose  a  los  proyectiles,  a
          tiempo que habría  de acontecer  que,  merced a  una  carrera
          duplicada, 2  los  soldados  de  César  quedarían  exánimes  y
          abrumados  de cansancio.             4  Lo cual, por  cierto, nos  pa­
          rece  que  fue  dispuesto  por  Pompeyo  sin  fundamento
          alguno, ya  que  existe  cierta  vehemencia y  cierto  denuedo
          innatos naturalmente en todos, que  enciende el  entusiasmo
          de  la  lucha.      5  Los  jefes  no  deben  reprimir,  sino  esti­
          mular  dicho  estado  de  ánimo;  y  no  en  balde,  desde  muy
          antiguo,  se  convino  en  que  se  tocaran  por  todas  partes
          las  señales  de  combate  y  se  alzara  a  los  cielos  el  grito
          de todos,8  cosas que  se consideraron  necesarias  para  ate­
          rrorizar  al  enemigo  y  para  excitar  a  las  propias  huestes.



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