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GUERRA  CIVIL  III


          4  Pues los soldados de la hueste pompeyana que  se habían
          refugiado en  él,  con  el  ánimo despavorido y deshechos por
          el  consancio, habiendo  tirado,  en  gran  número,  las  armas
          y  las  insignias  militares,  más  pensaban  en  proseguir  su
           fuga  que  en  la  defensa  de  su  cuartel.            5  Y  por  cierto

          que no  pudieron,  los  que  se  habían  parapetado  en la  pali­
           zada,  sostener  por  mucho  tiempo  la  multitud  de  proyec­
          tiles arrojados contra ellos,  sino que, agobiados  de heridas,
           dejaron  su  posición  y,  al  punto,  todos  ellos,  sirviéndose
          como  jefes  de  los  centuriones  y  de  los  tribunos  militares,
          huyeron  a  los  montes  más  altos  que  confinaban  con  el
          campamento.3


              XCVI.         1  En el campamento de  Pompeyo  fue posible
          ver  pérgolas  bien  aderezadas,1  gran  cantidad  de  plata
          ostentándose,2  y  cubiertas  las  tiendas  de  césped  recién
          cortado,3  los  alojamientos  de  Léntulo y  de  algunos  otros

          cubiertos  de  hiedra;  de  manera  que  fácilmente  se  podía
           deducir  que  para  nada  habían  temido  el  desenlace  de
           aquella  fecha  quienes  se  procuraban  esas  molicies  super-
        '
       *  fluas.      2  ¡ Y  esa  gente  echaba  en  cara  su  fausto  al
          miserable y sufrido ejército de César, al que siempre había
           faltado todo lo necesario a  la  subsistencia!              3  Pompeyo,
          cuando  ya  los  nuestros  andaban  dentro  del  parapeto,  en­
          contrando un  caballo,  y  despojándose  de  sus  insignias  de
           comandante  en  jefe,4  se  arrojó  del  campamento  por  l3
           puerta decumana 5  y al punto, a  rienda suelta, se  encaminó
           hacia  Larisa. 6       4  Y  no  se  detuvo  en  ella, 7  sino,  con
          la  misma  prisa,  encontrando  en  su  fuga  a  unos  cuantos

           de  los  suyos,  sin  evitar  jornadas  nocturnas,  con  un  cor­
           tejo  de  treinta  jinetes,  llegó al  mar y  abordó  un  navio  de
           carga,  quejándose  a  menudo,  según  se  decía,  de  que  le
           había  fallado  tanto  su  convicción,  que  la  misma  clase  de
           gente  de  la  que  había  esperado  tanto  la  victoria,  parecía
           casi  haberlo  traicionado  con  el  comienzo  de  su  huida.


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