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niños      no   fueron     imputados,        y nosotros quedamos como

                  culpables.    A   la  hora    de  ir  al juzgado,    sólo   fuimos    mi padre      y
                  yo. Ni siquiera       estaba   mi hermano. Hace poco, me contó un

                  familiar que esto fue debido a que un payo rico y de influencia

                  en  el pueblo, quién apreciaba            a  los  gitanos, intervino     y  acordó

                  con    las   autoridades      judiciales  que       sólo yo reconociera            la

                  culpabilidad, y al tener tan sólo 5 años no me ocurriría nada.


                         Recuerdo      aquel día. Entramos          mi   padre    y  yo  al  juzgado,
                  (recuerden      que    yo   tenía  5   años), entramos         y  subimos      unas

                  escaleras.    El juzgado       estaba   en   un    primer    piso, de     la  plaza

                  España, precisamente           justo al lado      de  la  pastelería    en  la  que

                  me    invitó   mi maestra       a  pasteles, aunque  esa        invitación     sería

                  años después de este incidente.


                         Cuando entramos           al Juzgado,     no  sé  si el que    nos   recibió
                  era   el Juez o      el secretario;      un  hombre       medio      tullido,  que

                  cojeaba y     usaba un bastón. Era          bajito  de   estatura y muy serio.

                  Mi padre y yo estábamos esperando en el pasillo del juzgado, y

                  el suelo    era  de  madera.     Al momento, salió          de  un   despacho, y

                  sus   pisadas    y el     bastón    se   oían   al  caminar.     Entró     en  otro
                  despacho      y se  sentó    frente   a  la  máquina    de   escribir.   Nos   hizo

                  pasar,  y  mi padre         y  yo   permanecimos          de   pie   en   silencio,

                  mientras el hombre escribía. Aquello me daba cierto temor.


                         No    se escuchaba nada,         todo   estaba en     silencio,   y solo se

                  escuchaba la máquina de escribir con aquel característico ruido

                  que hacían.      Supongo      que    estaba   escribiendo      mi culpabilidad.
                  Al final terminó, se dirigió a mí y me dijo con voz  autoritaria al

                  mismo     tiempo     que   me    extendía    un   bolígrafo:    “Firme”. Yo no

                  sabía ni lo que era firmar. Iba al colegio, pero todavía no sabía

                  casi leer. Yo estaba aturdido ya que no sabía lo que me decía, y

                  como      no    firmaba,     volvió    a   decirme      de    nuevo:     “Firme”.


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