Page 497 - Dune
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mientras  un  escogido  grupo  de  guardias  personales  Sardaukar  empujaban  al
           Emperador al interior de la nave, sellaban la puerta a sus espaldas y se disponían a
           morir allí.

               En el shock del comparativo silencio en el interior de la nave, el Emperador miró
           a  los  desorbitados  rostros  de  su  séquito,  viendo  a  su  hija  mayor  con  las  mejillas
           empurpuradas, la vieja Decidora de Verdad inmóvil como una sombra negra, con la

           capucha echada sobre su rostro, y finalmente los dos rostros que buscaba… los dos
           hombres  de  la  Cofradía.  Sus  uniformes  grises,  sin  ornamentos,  concordaban
           perfectamente  con  la  ostentosa  calma  que  mantenían  a  pesar  de  las  grandes

           emociones que les rodeaban. El más alto de los dos, sin embargo, mantenía una mano
           sobre  su  ojo  izquierdo.  Mientras  el  Emperador  le  miraba,  alguien  golpeó
           inadvertidamente  el  brazo  del  hombre  de  la  Cofradía,  la  mano  se  movió,  y  el  ojo

           quedó  expuesto.  El  hombre  había  perdido  una  de  las  lentes  de  contacto,  de
           enmascaramiento, y el ojo que miraba era totalmente azul, de un azul tan profundo

           que parecía negro.
               El más bajo de los dos avanzó un par de pasos hacia el Emperador.
               —No  sabemos  como  terminará  todo  esto  —dijo.  Y  su  compañero  más  alto,
           nuevamente con una mano sobre el ojo, añadió con voz gélida:

               —Pero ni siquiera Muad’Dib lo sabe.
               Aquellas  palabras  arrancaron  al  Emperador  de  su  estupor.  Se  contuvo  a  duras

           penas para no expresar su desprecio, porque no necesitaba en absoluto de la visión
           interior de los navegantes de la Cofradía para adivinar el inmediato futuro. ¿Acaso
           aquellos dos hombres dependían hasta tal punto de su facultad que habían llegado a
           perder completamente el uso de sus ojos y de su razón?, se preguntó.

               —Reverenda Madre —dijo—, tenemos que trazar un plan.
               La anciana echó su capucha hacia atrás y afrontó su mirada con ojos fijos. Una

           total comprensión se cruzó entre ellos. Ambos sabían que únicamente les quedaba un
           arma: la traición.
               —Decid al Conde Fenring que venga aquí —dijo la Reverenda Madre.
               El Emperador Padishah asintió, haciendo una seña a uno de sus ayudantes para

           que obedeciera aquella orden.























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