Page 499 - Dune
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—El mensaje ha sido enviado, mi Señor.
               —¿Los hacedores han sido retirados de la depresión?
               —Sí, mi Señor. La tormenta ya casi ha pasado.

               —¿Cuál ha sido la extensión de los daños? —preguntó Paul.
               —En  su  camino  directo:  en  el  campo  de  aterrizaje  y  entre  los  almacenes  de
           especia de la llanura, los daños han sido considerables —dijo Gurney—. Tanto por la

           batalla como por la tormenta.
               —Nada que el dinero no pueda reparar, supongo —dijo Paul.
               —Exceptuando las vidas, mi Señor —dijo Gurney, y hubo un tono de reproche en

           su voz, como si hubiera dicho: ¿Cuándo un Atreides se ha preocupado primero de las
           cosas cuando ha habido gente de por medio?
               Pero Paul sólo podía concentrar su atención en su ojo interior, y en las brechas

           aún visibles para él en la pared del tiempo. A través de cada una de aquellas brechas,
           la Jihad recorría furiosamente los corredores del futuro.

               Suspiró, cruzó el salón, viendo una silla junto a la pared. Era una de las que en
           otro tiempo había estado en el comedor, y quizá fuera la silla de su propio padre. En
           aquel  momento,  sin  embargo,  era  tan  sólo  un  objeto  sobre  el  que  descargar  su
           cansancio para ocultarlo a los ojos de los hombres. Se sentó, enrollando sus ropas

           alrededor de sus piernas y soltándose los cierres del cuello de su destiltraje.
               —El Emperador sigue aún refugiado entre los restos de su nave —dijo Gurney.

               —Que  siga  allí  por  ahora  —dijo  Paul—.  ¿Han  sido  encontrados  ya  los
           Harkonnen?
               —Están examinando a los muertos.
               —¿Cuál  es  la  respuesta  de  las  naves  de  ahí  arriba?  —alzó  el  mentón  hacia  el

           techo.
               —Ninguna respuesta aún, mi Señor.

               Paul suspiró, apoyándose en el respaldo de la silla.
               —Tráeme a uno de los prisioneros Sardaukar —dijo al cabo de un momento—.
           Debemos enviar un mensaje a nuestro Emperador. Es tiempo de discutir condiciones.
               —Sí, mi Señor.

               Gurney  se  volvió  e  hizo  un  gesto  con  la  mano  a  uno  de  los  Fedaykin,  que  se
           cuadró frente a Paul.

               —Gurney —murmuró Paul—. Desde que volvimos a encontrarnos no te he oído
           pronunciar  ninguna  cita  apropiada  a  los  acontecimientos.  —Se  volvió,  vio  que
           Gurney tragaba saliva, vio el repentino endurecimiento de la mejilla del hombre.

               —Como quieras, mi Señor —dijo Gurney. Se aclaró la garganta y dijo con voz
           rasposa—: «Y la victoria de aquel día se transformó en luto para todo el pueblo, pues
           todo el pueblo sabía que aquel día el rey lloraba por su hijo».

               Paul cerró los ojos, obligándose a rechazar el dolor de su mente, a aguardar a que




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