Page 33 - Alejandro Casona
P. 33
tranquilamente la sentencia. En aquel momento, en el jardín, rompió
a cantar un ruiseñor. Fue como si de pronto se oyera latir en el
silencio el corazón de la noche. Y aquella mano de hielo tembló por
primera vez. Sólo entonces comprendió que hasta en la vida más
pequeña hay algo tan sagrado y tan alto, que jamás un hombre
tendrá el derecho de quitársela a otro. Y la sentencia no se firmó.
ISABEL.
¡Ah, no, no, no, por favor, esto es demasiado! ¡No irá a decirme que
también aquel ruiseñor era usted!
MAURICIO.
No, yo no he llegado a tanto. Pero tenemos un imitador de pájaros
¡prodigioso! Algunas noches de verano, en señal de gratitud, le
hacemos volver a cantar al jardín de Mendizábal. ¿Está ya claro todo?
ISABEL.
Todo. Lo que no me explico es por qué tienen que esconderse, como
si estuvieran haciendo algo ilegal.
MAURICIO.
Es que desdichadamente es así. No hay ninguna ley que autorice a
robar niños, ni está permitido sobornar a los jueces aunque sea con
el canto de un ruiseñor. (Se le acerca, íntimo.) Ahora piénselo. Aquí
tiene una casa, unos buenos amigos, y un hermoso trabajo. ¿Quiere
quedarse con nosotros?
ISABEL.
Se lo agradezco, pero ¿qué puedo hacer yo? La más torpe, la última.
Estoy cansada de oírlo cientos de veces en el taller. ¡No sirvo para
nada!
MAURICIO.
Primero crea que sirve, y luego servirá. Y no piense que hacen falta
grandes cosas; ya ha visto que, a veces, basta un simple ramo de
rosas para salvar una vida. Usted, por lo pronto, tiene una sonrisa
encantadora.
ISABEL.
Gracias, muy amable.
MAURICIO.
Cuidado, entendámonos: no es una galantería, es una definición. Le
estoy hablando como director, y mi deber es convertir esa sonrisa,
que no es más que encantadora, en una sonrisa útil.
ISABEL.