Page 36 - Alejandro Casona
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MAURICIO.
                  Supongo que la secretaria le habrá puesto al corriente de todo. ¿Está
                  tranquilo ya?

                  BALBOA.
                  Confieso que pasé lo mío. Ahora, si no fuera lo que me trae aquí, casi
                  me darían ganas de reír; pero todavía tengo seca la garganta.

                  MAURICIO.
                  Si no es más que eso, pronto se arregla.  (Abre un pequeño bar.)
                  ¿Whisky... Jerez?...

                  BALBOA.
                  Cualquier cosa húmeda. (Mauricio sirve.) Cuando el Doctor Ariel me
                  recomendó esta dirección vine sin grandes esperanzas. Pero después
                  de lo que acabo de oír veo que tenía razón; si hay alguien capaz de
                  salvarme, ese alguien es usted.

                  MAURICIO.
                  Haremos lo que se pueda. (Le tiende una copa.) Hábleme sin ninguna
                  reserva. (Mientras el señor Balboa habla, Mauricio toma alguna nota
                  rápida.)

                  BALBOA.
                  La historia viene de lejos pero cabe en pocos minutos. Imagínese una
                  gran familia feliz donde la desgracia se ensaña de pronto hasta dejar
                  solos a los dos abuelos y un nieto. El miedo de perder aquello último
                  que nos quedaba nos hizo ser demasiado indulgentes con él. Esa fue
                  nuestra única culpa. Amistades sospechosas, noches enteras fuera de
                  casa, deudas de juego. Un día desaparecía una alhaja de la abuela.
                  "Es un cabeza loca... no le digas nada." Cuando quise imponerme ya
                  era tarde. Una madrugada volvió  con los ojos turbios y una voz
                  desconocida. Era apenas un muchacho y ya tenía todos los gestos del
                  hombre perdido. Le sorprendí forzando el cajón de mi escritorio. Fue
                  una escena que no quisiera recordar. Me insultó, llegó hasta levantar
                  la mano contra mí. Y doliéndome en carne propia, yo mismo le crucé
                  la cara y lo puse en la calle.

                  MAURICIO.
                  ¿No volvió?

                  BALBOA.
                  Nunca. Su única virtud era el orgullo. Cuando tratamos de
                  encontrarlo se había embarcado como polizón en un carguero que
                  salía para el Canadá. Hace de esto veinte años.
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