Page 120 - Vernant, Jean-Pierre - El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos
P. 120
de la muerte, por no estar claramente fijada, fuera todavía
indecisa, borrosa, franqueable. Lo atraen hacia esa muerte
que será para él la consagración de su gloria, esa muerte a
la que Aquiles dice que renunciaría, aunque haya deseado
su gloria cuando estaba vivo porque sólo la muerte puede
aportar a los humanos una fama imperecedera.
Ulises oye el canto de las Sirenas mientras la nave pasa
lentamente y se debate tratando de liberarse para unirse a
las cantantes, pero sus marineros estrechan aún más sus
ataduras. Finalmente, la nave se aleja de las Sirenas, pero
entonces se acerca a los peñascos que se juntan y entre-
chocan. Ulises prefiere Escila a Caribdis, y el resultado es
que cuando pasa el barco un cierto número de marineros
son atrapados por el monstruo, que tiene seis cabezas y
doce patas de perro, y devorados vivos. Sólo unos pocos
salen vivos del trance. Poco después llegan a otra isla, Tri
nacria, la tierra del sol. Esta isla pertenece, en efecto, a
Helios, el Sol, el «ojo que lo ve todo». Allí hay un rebaño
de toros blancos divinos e inmortales, que no se reprodu
cen. Su número es siempre el mismo, y corresponde al de
los días del año. Nadie debe aumentarlo ni disminuirlo.
Todos ellos son animales soberbios, y una de las revelacio
nes que Tiresias ha hecho a Ulises es la siguiente: «Cuan
do vayas a la isla del sol, debes guardarte de tocar a ningu
no de los animales de ese rebaño sagrado. Si no los tocas,
tienes posibilidades de regresar sano y salvo. Si los tocas,
estás perdido.» Como es natural, antes de arribar a Trina-
cría, Ulises se acuerda de esta admonición y avisa a su tri
pulación. «Llegaremos al lugar donde pacen los rebaños
del sol, pero no debéis tocarlos, ni siquiera con la mano.
Esos animales son intocables, son sagrados. El sol cuida de
ellos con celo extremo. Comeremos nuestras provisiones
en la nave, y no nos detendremos en esa isla.» Pero los
marineros están agotados. Acaban de vivir graves peligros,
123