Page 187 - El Islam cristianizado : estudio del "sufismo" a través de las obras de Abenarabi de Murcia
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176 Parte II. — Doctrina espiritual de Abenarabi
le: "¿Comerás estándome viendo con los ojos?" No pertenece, por lo
tanto, este fenómeno a la categoría, que ahora estudiamos, de prácti-
cas instrumentales para lograr la perfección, sino más bien a la de
los carismas de visión, que en su lugar oportuno habremos de estu-
diar.
Cinco son las especies de oración que Abenarabi describe o a las
que fugazmente alude en sus opúsculos: la oración litúrgica obligato-
ria para todo fiel (sala); la lectura del Alcorán meditada, de mera de-
voción (talawa); la meditación propiamente dicha (tafácor); el canto
religioso (samáa); y la contemplación adquirida mediante el ejercicio
de "la soledad" (¡alwa), que consiste en la repetida recitación de ja-
culatorias para evocar y conservar el recuerdo de Dios (dzicr).
Los historiadores de la espiritualidad cristiana han advertido, tras
solícitas búsquedas, que hasta bien entrado el siglo xv todas las for-
mas de orar empleadas por las más antiguas órdenes monásticas del
oriente y occidente cristiano estuvieron reducidas o, mejor, basadas
en la recitación del oficio divino: la rica variedad de ideas que la Sa-
grada Escritura ofrece en sus textos bastaba como pasto a las almas
devotas para sugerirles sentimientos, pensamientos y deseos espiri-
tuales, sin que durante siglos creyéranse necesitadas de excogitar al-
guna forma nueva de orar, metódica y reglada. El mismo ejercicio de
las jaculatorias, practicado asiduamente por los solitarios y cenobitas
del oriente cristiano, basábase sobre textos breves, escriturarios en su
mayoría. De meditación, propiamente dicha, tal y como se entiende
y practica en nuestros días, no hay ni noticia siquiera, antes de dicho
siglo xv. Eso sí: el rezo del oficio divino, la lectura de la Biblia y
hasta el simple espectáculo de la naturaleza eran ocasión y materia
de reflexiones devotas y de elevaciones espirituales para los monjes
de aquellos remotos siglos; pero sin que un método fijo marcase las
normas del trabajo mental, en lo atinente al tema o asunto, al proce-
so y al tiempo que hubiera de emplearse en la meditación. Lo único
que las reglas monásticas recomendaban era, a este respecto, la perse-
verancia en la oración, pero en el sentido de que el espíritu debía de