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de coacción. Así que nada le dije cuando éste acudió; pero no
me atreví a escuchar, a fin de ver si disputaban.
Él habló primero.
—Quédate donde estás, Catalina —dijo, sin rencor, y muy
abatido. — No he venido a disputar ni a hacer las paces. Sólo
deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes el
propósito de seguir siendo amiga de...
—¡Y yo te exijo que me dejes en paz! —respondió golpeando el
suelo con el pie. —No hablemos de ello ahora. Tú no perderás tu
sangre fría, porque por tus venas no corre más que agua
helada; pero mi sangre está hirviendo y tu frialdad me excita
hasta lo inconcebible.
—Contesta a mi pregunta —repuso el señor. Tus violencias no
me intimidan. —Ya he visto que, cuando te lo propones,
permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás
dispuesta a prescindir de Heathcliff, o prefieres prescindir de
mí? No cabe ser amiga de los dos, y te exijo que te decidas por
uno de nosotros.
—Y yo te exijo que me dejes en paz —respondió ella
enfureciéndose. —
¡Te lo ruego! ¿No ves que casi no puedo sostenerme en pie?
¡Déjame, Eduardo!
Tiró violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna.
Aquellos insensatos arrebatos de cólera ponían a prueba la
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