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—¿Cómo va a figurarse el señor que esté usted tan loca como

                  para dejarse morir de hambre?


                  —¿Crees que no? ¡Persuádele, convéncele de que estoy


                  dispuesta a hacerlo!


                  —Se olvida usted, señora, de que hoy mismo ha tomado ya

                  algún alimento...



                  —¡Me mataría ahora mismo —me contestó— si estuviese segura

                  de que con ello le mataba a él también! Llevo tres noches sin

                  poder cerrar los párpados. ¡Cuánto he sufrido! Empiezo a

                  imaginarme que tú no me quieres tampoco. ¡Y yo que me


                  figuraba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían

                  dejar de amarme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han

                  convertido en enemigos míos. ¡Es horrible morir rodeada de

                  esos rostros impasibles! Isabel no se atreve a entrar en la


                  habitación por miedo a contemplar el espectáculo de Catalina

                  muerta. ¡Ya me parece distinguir a Eduardo, en pie a su lado,

                  dando gracias al Cielo porque la paz se ha restablecido en su


                  casa, y volviendo a los librotes! ¡Parece mentira que se ocupe

                  de sus libros mientras yo estoy muriéndome!


                  El pensamiento de que su marido permanecía filosóficamente

                  resignado, como yo le había dicho, le resultaba inaguantable.



                  A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro se puso

                  frenética, y en su desvarío rasgó el almohadón con los dientes.

                  Luego se irguió toda encendida y me mandó que abriese la


                  ventana. Le opuse objeciones, porque estábamos en pleno






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