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—Vamos, no se dedique a esa tarea pueril —le dije, mientras

                  volvía el almohadón del otro lado, ya que por encima estaba

                  lleno de agujeros.



                  —Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué

                  torbellino ha armado usted! Las plumas vuelan como copos de

                  nieve.


                  Empecé a recogerlas.



                  —Me pareces una vieja, Elena —dijo ella, delirando. —Tienes el

                  cabello gris y estás encorvada. Esta cama es la cueva

                  encantada que hay al pie de la colina de Pennistons, y tú andas


                  cogiendo guijarros para arrojárselos a los novillos. Me aseguras

                  que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así,

                  aunque ahora no lo seas. Te engañas, no estoy delirando. Si

                  delirara me hubiera figurado que eras, en efecto, una bruja y


                  hubiera creído encontrarme realmente en la cueva de la colina

                  de Pennistons. Percibo muy bien que ahora es de noche y que

                  en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario tan


                  negro como el azabache.


                  —¿Qué armario negro? —pregunté. — ¿Está usted soñando?


                  —El armario está apoyado en la pared, como siempre — replicó.


                  —¡Qué raro es! Distingo en él una cueva.


                  —En este cuarto no ha habido un armario nunca —respondí. Y

                  levanté las cortinas del lecho para poder vigilarla mejor.












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