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Pero imagínate que a los doce años de edad me hubieran
sacado de Cumbres Borrascosas y me hubieran traído a la
Granja de los Tordos para ser la esposa de Eduardo Linton, y
tendrás una idea del profundo abismo en que me sentí
lanzada... Mueve cuanto quieras la cabeza, que no por ello
dejarás de tener parte de culpa. Si hubieras hablado a Eduardo
como debías, habrías conseguido que me dejara tranquila. ¡Me
estoy abrasando! Quisiera estar al aire libre, ser una niña fuerte
y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando
se me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras me bulle
tumultuosamente toda la sangre. ¡Y yo volvería a ser la de
siempre si me hallase de nuevo entre los matorrales y los
pantanos! Abre otra vez la ventana de par en par y déjala
abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me obedeces?
—Porque no quiero matarla de frío —contesté.
—Querrás decir que porque no quieres darme una probabilidad
de revivir
—dijo ella, con rencor. —Pero aún no estoy impedida, y yo
misma la abriré.
Saltó del lecho, y antes de que yo pudiera oponerme, atravesó
la habitación y abrió la ventana, sin cuidarse del aire glacial que
soplaba alrededor de sus hombros y que cortaba como un
cuchillo. Le pedí que se retirara; se negó y quise obligarla a la
fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera
desarrollar. No había luna, y una oscura sombra lo invadía todo.
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