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—Pero ¿no ves aquella cara? —me dijo, señalando a la suya
propia, que se reflejaba en el espejo.
En vista de que no me era posible hacerle comprender que el
rostro que veía era el suyo, me levanté y tapé el espejo con un
chal.
—La cara sigue estando detrás —dijo, anhelante—, y se ha
movido.
¿Quién será? Tengo miedo de que aparezca cuando te vayas.
¡Elena, este cuarto está embrujado! Me espanta quedarme sola.
Le cogí las manos y traté de calmarla. Se estremecía
convulsivamente y miraba al espejo con fijeza.
—No hay nadie en el cuarto, señora —repetí. —Era su propio
rostro, como sabe usted muy bien.
—¡Yo misma! —exclamó suspirando. —Y el reloj da las doce... ¡Es
horrible!
Y se tapó los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la
puerta para avisar a su marido, pero me detuvo un penetrante
grito de Catalina. El chal acababa de caer al suelo.
—¡Vamos! —exclamé. —¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde
ahora? ¿No ve usted, señora, que es su cara la que se refleja en
el espejo?
Se asió a mí, y unos momentos después su semblante se había
serenado, y a su lividez sucedía el rubor.
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