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C A P Í T U L O XII
Mientras la señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín
y su hermano continuaba encerrado en la biblioteca,
probablemente esperando que Catalina se arrepintiese y
pidiese perdón, ella seguía obstinada en prolongar su ayuno.
Seguramente creía que Eduardo estaba medio muerto de
nostalgia y que sólo el orgullo le impedía arrojarse a sus pies.
Por mi parte, yo me limitaba a atender a mis obligaciones, bien
persuadida de que el único espíritu razonable que había entre
los muros de la Granja se alojaba en mi cuerpo. No empleé,
pues, palabras de compasión con la señora ni traté de consolar
al señor, que se sentía ansioso de oír pronunciar el nombre de
su esposa, ya que no pudiese oír su voz.
Resolví dejar que se las compusieran como pudiesen, y mi
decisión surtió efectos, como yo había pensado desde el primer
momento.
Al tercer día, la señora se asomó a la puerta de su habitación y
pidió que le renovase el agua, que se le había agotado, y que le
llevase un tazón de sopa de leche, porque se sentía morir.
Supuse que esta exclamación iba dirigida a los oídos de su
esposo. Pero como no creía en ella me guardé bien de
transmitirla, y me limité a llevar a Catalina té y unos bizcochos.
Comió y bebió ávidamente, y luego se recostó sobre la
almohada, apretó los puños y comenzó a gemir.
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