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paciencia de un santo. La vi golpearse la cabeza contra el brazo
del sofá y rechinar los dientes de tal modo que parecía que iba
a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi
arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de
agua. Ella no podía casi ni hablar. No quiso beber, y entonces le
rocié el rostro con el agua. Un instante después se tendió en el
sofá, puso los ojos en blanco y sus mejillas palidecieron como
las de una muerta. Linton estaba atemorizado.
—No es nada —murmuré. —Quería que él cediera; pero en el
fondo me sentía acongojada.
—Está sangrando por la boca —me dijo el señor,
estremeciéndose.
—No haga caso —repuse.
Y le manifesté que ella se había propuesto, antes de entrar él,
darle el espectáculo de un ataque de locura. Cometí la
imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se puso
repentinamente de pie. Los cabellos despeinados le caían sobre
los hombros y los tendones del cuello y de los brazos se le
habían hinchado de un modo espantoso. Me preparé, como
mínimo, a que me rompiese los huesos. Pero no fue así; se limitó
a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la
siguiera, y lo hice hasta la puerta de su alcoba, cuya puerta
cerró para librarse de mí.
A la mañana siguiente no bajó a desayunar. Subí a preguntarle
si le llevaba el desayuno, y me contestó categóricamente que
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