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Heathcliff examinó lenta y desdeñosamente a su adversario.
—Catalina, tu corderito me amenaza como un toro. Está
exponiéndose a tener un tropiezo con mis puños. ¡Por Dios,
señor Linton, siento de veras que no tenga usted ni un mal
puñetazo!
El amo miró hacia el pasillo y me hizo una señal para que fuese
a llamar a los criados. No quería, sin duda, exponerse a un
choque directo. Obedecí; pero la señora, dándose cuenta, me
siguió, y, al ir yo a llamarles, me apartó bruscamente y cerró la
puerta con llave.
—¡Estupendo procedimiento! —dijo como contestando a la
irritada y sorprendente mirada que le dirigió su marido. —Si no
tienes valor para pegarle, preséntale tus excusas o date por
vencido. Será tu justo castigo por afectar una valentía que no
posees. ¡Antes me tragaré la llave que entregártela! Así
recompensáis mis bondades los dos. Mi benevolencia hacia el
débil carácter de uno y el mal carácter del otro, la pagáis así.
Estaba defendiéndoos a ti y a tu hermana, Eduardo... ¡Ojalá te
zurre Heathcliff hasta hundirte, ya que has llegado a pensar tan
mal de mí!
Eduardo intentó arrancar la llave a Catalina; pero ella la arrojó
al fuego, y él, asaltado de un temblor nervioso, y después de
hacer esfuerzos sobrehumanos para dominarse, angustiado y
humillado, hubo de dejarse caer en una silla, cubriéndose la
cara con las manos.
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