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—Pero ¿qué es esto? —exclamó, asombrada, la señora Linton. —
¡Qué te he tratado mal y vas a vengarte! ¿Cómo vas a vengarte,
ingrato? ¿Cuándo te he tratado horriblemente yo?
—No me vengaré de ti —dijo Heathcliff con menos violencia. —
No es ése mi proyecto. El tirano oprime a sus esclavos, y estos,
en lugar de volverse contra él, se vengan en los que tienen
debajo. Atorméntame cuanto quieras, si ello te divierte, pero
déjame divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de
burlarte de mí. Ya que has derruido mi palacio, no te empeñes
en erigir en sus ruinas una choza y hacerme habitar en ella por
caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me casase con
Isabel, me haría un tajo en la garganta antes de hacerlo.
—¿Así que lo que te ofende es que yo no esté celosa? —gritó
Catalina.
—Pues no me volveré a preocupar de buscarte esposa, no te
apures. Sería como ofrecer al diablo un alma condenada. Te
encanta provocar tragedias. Ahora que Eduardo ha dominado
el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar
tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con
Eduardo, si quieres, y engaña a su hermana, y así te habrás
vengado de mí, y mucho más de lo que pudieras imaginarte.
La conversación cesó por el momento. La señora Linton se
sentó, ceñuda y silenciosa, al lado del fuego. El demonio, que
había estado sumiso a ella, se había convertido en indomable.
Heathcliff permaneció en pie ante la lumbre, cruzado de brazos,
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