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tuve la alucinación de que veía a mi antiguo compañero de
juegos excavando la tierra con un pedazo de pizarra.
—¡Pobre Hindley! —murmuré sin querer.
Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara.
La visión desapareció inmediatamente, pero en el acto
experimenté un vivo deseo de ir a Cumbres Borrascosas. Un
sentimiento supersticioso me impulsaba.
«¡Podría haber muerto o estar a punto de morir!», pensé,
relacionando aquella alucinación con un presagio fatídico.
Mi agitación aumentaba a medida que me iba acercando a la
casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al ver un niño
desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja
tuve la impresión de que la aparición se había adelantado a mí.
Pero pensando más despacio comprendí que debía ser Hareton,
mi Hareton, al que no veía hacía tiempo.
—¡Dios te bendiga, querido! —exclamé. —Hareton, soy Elena, tu
ama.
Se separó de mí y cogió un pedrusco.
—He venido a ver a tu padre, Hareton —le dije, comprendiendo
que, si se acordaba de Elena, al menos no recordaba mi figura.
Esgrimió la piedra y, aunque intenté calmarle, me la arrojó,
alcanzándome en el sombrero. Al propio tiempo, el pequeño
soltó una retahíla de maldiciones que, conscientes o no, emitía
con la firmeza de quien sabe lo que dice. Sentí más dolor que
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