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permanecían silenciosas, mirándose con hostilidad. Isabel

                  estaba alarmada por la indiscreta revelación que había hecho,

                  y Catalina realmente ofendida contra su cuñada, de la que se


                  burlaba, pero a la que no quería permitir que se burlase de ella

                  a su vez. Cuando vio por la ventana que llegaba Heathcliff, se

                  alegró. Yo estaba limpiando la chimenea, y descubrí en sus

                  labios una maligna sonrisa. Isabel, absorta en sus reflexiones o


                  en la lectura, no percibió a Heathcliff hasta que éste entró, y

                  cuando ya era tarde para irse, lo que hubiera hecho, sin duda,

                  de buena gana.



                  —Llegas oportunamente —exclamó jovialmente la señora,

                  acercándole una silla. — Allí tienes a dos mujeres necesitadas de

                  un tercero que rompa el hielo que se ha establecido entre ellas.

                  Heathcliff, me enorgullezco de haber encontrado a alguien que


                  aún te quiere más que yo. Sin duda te sentirás halagado. No; no

                  es Elena; no la mires... Se trata de mi pobre cuñadita, a la que

                  se le parte el corazón sólo con verte. ¡En tus manos está llegar a


                  ser hermano de Eduardo! ¡No te vayas, Isabel! —exclamó

                  sujetando a la joven que, indignada, quería marcharse. —Nos

                  peleábamos por ti como gatas, Heathcliff, y me ha vencido en


                  nuestro torneo de alabanzas y admiraciones. Aún me ha dicho

                  más, y es que si yo me separara de vosotros por un momento,

                  te flecharía de tal modo, que tu alma quedaría eternamente

                  ligada a la suya, mientras que yo sería relegada al olvido.



                  —¡Catalina! —dijo Isabel, procurando apelar a toda su dignidad.

                  —Te agradeceré que te atengas a la verdad y que no te burles






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