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de mí ni aun en broma. Señor Heathcliff, tenga la bondad de

                  pedir a su amiga que me deje. Ella olvida que usted y yo no

                  somos amigos íntimos y que a mí me disgusta lo que la divierte


                  a ella.


                  Pero el visitante no contestó. Tomó asiento, indiferente a la

                  admiración que había despertado. Isabel se volvió a su cuñada


                  y le rogó que la dejase en paz.


                  —¡Quia! —respondió la señora Linton. —No quiero que me

                  llames otra vez el perro del hortelano. Tienes que quedarte.

                  Heathcliff, ¿no te congratulan mis agradables noticias? Isabel


                  dice que el amor que Eduardo siente hacia mí no es nada en

                  comparación al que siente hacia ti. Dijo algo parecido, ¿verdad,

                  Elena? Y no ha querido comer desde que ayer le hice separarse


                  de tu lado.


                  —Me parece —dijo Heathcliff, volviéndose hacia ella —que no

                  está de acuerdo contigo y que, al menos por ahora, no siente

                  deseo alguno de estar a mi lado.



                  Y contempló fijamente a Isabel con la expresión con que

                  pudiera mirar a uno de esos extraños y repulsivos animales que

                  se contemplan por su rareza a pesar de la repugnancia que

                  producen. La jovencita no podía más. Se ruborizó y palideció en


                  el espacio de pocos segundos y, al ver que no lograba desasirse

                  de Catalina, esgrimió sus uñas y trazó en la piel de su cuñada

                  varios sangrientos arañazos.











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