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—Me disgustaría que lo fuese —contestó Catalina. —¡Quiera el

                  Cielo que antes de que eso suceda, media docena de sobrinos

                  lo hereden todo! No pienses en esto y recuerda que codiciar los


                  bienes de tu prójimo equivale, en este caso, a codiciar los míos.


                  —No serían menos tuyos si los tuviera yo —observó Heathcliff.

                  —Pero aunque Isabel sea tonta, no creo que sea tan loca como


                  todo eso. Lo mejor es dejarlo, como tú dices.


                  No hablaron más de ello, y Catalina debió incluso de olvidarlo.

                  Pero el otro debió de recordar aquello varias veces durante la

                  tarde. Le noté sonreír sin motivo aparente y caer en una


                  meditación de mal agüero cada vez que la señora Linton salía

                  de la habitación.


                  Resolví vigilarle. Yo me sentía más inclinada al amo que a

                  Catalina, ya que él era bueno y honrado. Es verdad que


                  respecto a ella no podía decirse que no lo fuese, pero yo

                  confiaba muy poco en sus principios y tenía escasísima

                  simpatía hacia sus sentimientos. Ansiaba algo que librase a la


                  Granja y a la vez a Cumbres Borrascosas de la mala in—fluencia

                  de Heathcliff. Sus visitas eran una obsesión para mí. Y creo que

                  también para el amo. Su residencia en Cumbres Borrascosas


                  nos preocupaba extraordinariamente. Yo tenía la impresión de

                  que Dios había abandonado allí, en plena locura, a la oveja

                  descarriada, y que el lobo esperaba, atento, el momento

                  oportuno para precipitarse sobre ella y destrozarla.











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