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avanza deprisa. No teme ni a la justicia, ni a San Juan, ni a San
Pedro, ni a San Mateo, ni a nadie. Al contrario: se ríe de ellos. Y
¿qué me dices del tal Heathcliff? ¡Ya puede reírse, ya, de ese
juego diabólico! ¿No os cuenta, cuando os visita, la buena vida
que se da entre nosotros? Pues se levantan al caer el sol,
cierran las ventanas, juegan y beben brandy hasta el mediodía
del día siguiente. Entonces, aquel loco se marcha a su cámara,
jurando, y el otro miserable se embolsa los dineros, duerme, se
harta de comer y después va a divertirse con la mujer de su
vecino. Por supuesto que cuenta a doña Catalina cómo se está
hinchando la bolsa con el dinero del amo, que en paz descanse.
Hindley se precipita por el camino de perdición, a lo que él le
estimula cuanto puede». José, señorita Isabel, es un viejo
bribón, pero no un embustero, y
¿verdad que, si su relato sobre Heathcliff es cierto, usted no se
casaría jamás
con un hombre así?
—No te quiero escuchar, Elena —me dijo Isabel. —Te has puesto
de acuerdo con los demás... ¡Con qué malevolencia procuráis
todos convencerme de que no hay dicha posible en el mundo!
No sé si hubiera llegado a dominar su capricho o no, porque
tuve poco tiempo para reflexionar sobre él. Al día siguiente
hubo un juicio en la villa cercana, y mi amo tuvo que asistir.
Heathcliff, enterado de ello, nos visitó más temprano que de
costumbre. Catalina e Isabel estaban en la biblioteca, y
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