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bien que, en el fondo, el carácter de Heathcliff, pese a las

                  apariencias, no se había modificado. Y temblaba ante la idea

                  de entregarle a Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de


                  Heathcliff, aunque, en verdad, Isabel se había enamorado

                  espontáneamente, sin que Heathcliff le correspondiera.


                  Durante cierto tiempo, todos veníamos notando que un secreto


                  disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo hosca y

                  susceptible, y con cualquier pretexto reñía con Catalina, a

                  riesgo de acabar con la poca paciencia de su cuñada. Al

                  principio, supusimos que no estaba bien de salud, ya que la


                  veíamos adelgazar y decaer ostensiblemente. Pero, al fin, un día

                  se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a desayunar,

                  diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se

                  ocupaba de ella y que Catalina la tenía cohibida. Agregó que se


                  había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las

                  puertas abiertas expresamente para molestarla, y aún dijo

                  otras simplezas. En respuesta, la señora Linton le ordenó que se


                  acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de

                  Kennett, la joven respondió en el acto que disfrutaba de una

                  excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que la hacía


                  sufrir.


                  —¿Que soy dura contigo, niña mimada? —dijo la señora—.

                  ¿Cuándo he sido dura contigo?


                  —Ayer.



                  —¿Ayer? —exclamó su cuñada— ¿En qué momento?







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